A CIEGAS

Por Claudio Magris

Todo texto dice más que la persona que lo escribió, la cual no siempre es la más indicada para hablar de él, mucho menos para interpretarlo. Por lo tanto, no trataré de decir lo que es este libro, porque esto no me corresponde. A mí sólo me corresponde narrar cómo y por qué nació el libro. Esto es lo que puede hacer un escritor: transmitir el sentido de lo que significó para él la escritura de su libro, hablar sobre las pasiones, los problemas y las preguntas que se esconden detrás del proceso creativo.

Luego, naturalmente, a quien lo lee le corresponde encontrarse o no en el libro mismo.
A ciegas, tuvo, antes que todo, una gestación muy prolongada. Incluso puede parecer ridículo haber necesitado de tales tiempos, dado que la primera idea la tuve en 1988. Naturalmente también me dediqué a realizar otras cosas, escribí otros libros, me sucedieron muchas otras cosas, para bien y para mal, pero en todos estos años ésta fue la idea, el proyecto fundamental que retomaba cada tanto y que también cada tanto abandonaba.
La génesis de un libro es algo que interesa más allá del libro mismo. Para mí, en general, la génesis, el primer origen del libro, es bastante incierto, confuso. Ante todo, siempre existen dos elementos que necesito para que nazca un libro. En primer lugar, naturalmente, está el profundo interés por una historia, o por un personaje, por un problema, pero este interés incluso podría quedarse latente, no salir a flote, si no existiese una causa próxima —como decían los escolásticos— una ocasión que sirva de estímulo, de partera; en resumen, que haga salir a la luz lo que se esconde en lo más profundo. Así nacieron casi todos mis libros, por ejemplo, Danubio, pero también los otros, nacidos un poco a ciegas, en un camino a través de muchas calles interrumpidas.

En 1988 yo me encontraba en Anversa, para presentar una traducción de Danubio. Estábamos en la plaza mayor del Groote Markt. Poco antes había visto, vagabundeando por los museos, mascarones de proa. Un mascarón de proa también es la figura de la portada de A ciegas, con su mirada dirigida hacia la lejanía, dilatada, abierta, casi viendo catástrofes que los otros no pueden ver.

En ese momento, en esa plaza flamenca, me vino la idea de escribir sobre los mascarones de proa; una idea que todavía era confusa, porque no sabía bien qué era lo que yo buscaba en aquellos mascarones de proa. Comencé a realizar investigaciones vastas y precisas. Soy un maniático de la precisión y esto no sólo por la profesión que realizo, por mi educación filológica, sino porque creo que la realidad, sobre todo la realidad humana y del trabajo del hombre, exige respeto.

También los otros libros que he escrito, incluso Danubio, están llenos de pequeñas cosas, de destinos mínimos, desconocidos, los cuales he ido a buscar con maniática precisión. Por ejemplo, en Danubio realicé una exhaustiva investigación para saber cuánto dinero había tomado un tal señor Wammes, un desconocido molinero, que vendió sus propios pantalones para destinar lo recaudado a los trabajos de restauración de la catedral de Ulm. Naturalmente no nos interesa en lo absoluto que el señor Wammes haya tomado seis u ocho monedas. Pero esto significa que cada desconocido señor Wammes tiene derecho a la misma exactitud filológica —la palabra filología contiene etimológicamente también al amor—, como los grandes personajes de la Historia. En el fondo, ni siquiera nos interesa saber en qué día exacto Goethe besó por primera vez a Frederike Brion, pero si uno es germanista o el biógrafo de Goethe debe ser preciso. Esta precisión dirigida hacia todos es, para mí, un hecho de ética y de poética. También a veces de grotesca ironía.

Por lo tanto, viajé por diferentes países para ver museos y cementerios de mascarones de proa. Viajé, por ejemplo, a las islas Scilly, donde el mar durante siglos arrastraba estas figuras que llegaban de los naufragios, desde un Más Allá marino, hasta la playa; recogí historias de mascarones, leyendas, etcétera.

También comencé a escribir un librito —que posteriormente no cuajó— dedicado específicamente a los mascarones de proa. Sin embargo, me quedó una mina de materiales que cumplieron una función en A ciegas, donde el mascarón deviene un símbolo polivalente: figura femenina puesta en la proa casi como para ser la primera en recibir los golpes de las tempestades, expuesta en primera línea al choque de la historia; imagen de la feminidad ultrajada y culpablemente perdida por el protagonista; rostro —o mejor rostros— de su historia de amor. El libro es una especie de vertiginoso monólogo, en el que un personaje habla, quizá a un médico de una institución psiquiátrica, quizá a sí mismo, a muchos, a nadie; habla en la grabadora, chatea en la computadora, quizá está recibiendo terapia y en su manera de hablar vuelven a resonar muchas otras voces que confluyen en la suya. En el libro se imagina que quizá también esté bajo una ergoterapia; esa terapia del trabajo, que alguna vez fue una terapia psiquiátrica, con un lema que luego devino siniestro: “Arbeit macht frei”, el trabajo libera, lema que posteriormente aparecería expuesto en los campos de concentración nazis.

En el libro se imagina que el protagonista, en esta ergoterapia, incluso se dedica a fabricar mascarones de proa falsos —alegoría de su relación apasionada, intensa, errada y culpable con la feminidad, alegoría de la deificación de la alienación impuesta a la mujer.
El de los mascarones de proa, en mi libro, es uno de los senderos interrumpidos de su redacción. Antes que nada estaba mi interés —profundo, desde hace muchos años— por la increíble historia de Goli Otok, de la que desde hace tiempo se comenzó a hablar, pero de la que durante años siempre se calló.

En la posguerra, inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, mientras trescientos mil italianos —aproximadamente— abandonan Istria y Fiume, ya convertidas en yugoslavas, —cuando, luego de la violencia infligida por la Italia fascista a las poblaciones eslavas, había llegado el momento de la revancha y de la venganza, indiscriminada y violenta como toda venganza— para dirigirse hacia Occidente, a Italia, perdiendo todo (lo cuenta Marisa Madieri en Verde acqua), dos mil obreros italianos de Monfalcone, una pequeña ciudad cercana a Trieste (militantes comunistas que habían conocido las cárceles fascistas, muchos de ellos los lager, la Guerra Civil Española), dejan voluntariamente Italia y se marchan a Yugoslavia para contribuir, en su fe comunista, a la construcción del comunismo en el país comunista más cercano. Dos éxodos contrapuestos que se entrecruzan.

Cuando, en 1948, Tito rompe con Stalin —un gesto de extraordinaria importancia histórica y política— estos entusiastas revolucionarios devienen para Tito posibles peligrosos agentes stalinistas; y Tito deviene para ellos un traidor, un vendido a Occidente. Ellos son deportados a dos bellísimas y terribles islas del alto Adriático; Goli Otok (isla calva, desnuda) y Sveti Grgur (S. Gregorio), en donde son expuestos a todo tipo de vejaciones, exactamente como en los gulag stalinistas o en los lager nazis, y en donde resisten heroicamente en nombre de Stalin. Es decir, en nombre de alguien que, si hubiese ganado, hubiera transformado el mundo entero en un gulag, para encarcelar a gente valiente e idealista como ellos. Vivieron en ese infierno ignorados por todos: Italia, como siempre, se desentendió de lo que sucedía en sus fronteras orientales; Yugoslavia calló sobre ésta realidad infame, la Unión Soviética calumnió a la Yugoslavia titoista con toda suerte de mentiras pero calló sobre los gulag, porque ella tenía más en su casa que en la ajena, a los ingleses y a los norteamericanos les importó un bledo el martirio de algunos miles de personas, porque, ciertamente, no estaban dispuestos por esto a debilitar a Tito, su precioso peón de ajedrez antisoviético.

Cuando, años después, al normalizarse la situación, los sobrevivientes regresaron a Italia, fueron vistos con sospecha y algunas veces vejados por la policía italiana, ya que eran vistos como peligrosos comunistas que llegaban del Este, y fueron hostilizados por el Partido Comunista Italiano, porque eran incómodos testigos de la política stalinista, esa que el partido había seguido años antes y que ahora quería olvidar. Por una de esas invenciones de las que la realidad está llena (algunas veces parece que escribir sólo es transcribir la realidad, porque ella, para bien o para mal, es mucho más creativa que los escritores, no sólo de gente como nosotros, sino también de los grandes) algunos de estos deportados encuentran que sus casas, en Monfalcone, les han sido dadas, en el ínterin, a los exiliados istrianos, que al igual que ellos también lo habían perdido todo: víctimas que se arrebatan recíprocamente, inconscientemente e involuntariamente la sobrevivencia.

Esta es una historia que siempre me había impresionado. Hace ya muchos, pero muchos años hablé de ella en Il Corriere della Sera, también aparece en una novela mía publicada en 1991, Otro mar; y también aparece en otro libro mío, Microcosmos.

¿Qué es lo que me interesaba y qué me interesa en la historia de estas personas? Me conmueve, me obsesiona su desarraigo, su exilio, la manera en la que siempre se las han arreglado para estar en la parte equivocada en el momento equivocado. Pero, sobre todo, me interesa un significado en el que creo mucho. Estas personas lucharon por una causa que considero errada (en cuanto que no creo que Stalin fuese la medida de la libertad), pero con una grandiosa capacidad de sacrificar su propio destino por una causa universal, de subordinarse al bien de la humanidad; una capacidad que constituye un enorme patrimonio moral, que es recogido y heredado aun si no compartimos esa bandera por la cual ellos lucharon, con la que incluso cometieron crímenes horrendos y que luego cayó sobre su cabeza, pero que de alguna manera los puso en este camino de humanidad y de sacrificio. Siento mucho la necesidad de encontrar un sí incluso en un no, de recoger los valores humanos que se han realizado incluso bajo banderas y en nombre de ideas que rechazamos. Creo que es un libro en el que el desencanto refuerza la utopía, el sentido de la necesidad de cambiar al mundo; un libro ciertamente de pérdida y caída de ideales, pero también, e incluso más, de fidelidad a estos ideales. También porque el viaje a través de los horrores del siglo XX no puede hacernos olvidar los progresos del siglo XX, que ha sido un siglo de libertad, de progreso, de conquista de dignidad —incluso sólo del derecho de existir y de estar presentes en la conciencia del mundo— para tantas categorías (sociales, raciales, etcétera) de personas antes humilladas sin poder hacer escuchar su voz, sin poder hacer llegar a los oídos y a la conciencia del mundo el dolor y la injusticia padecidos. Estuve pensando en la vicisitud de Goli Otok durante muchos años y en 1989-1990 comencé a escribir una novela sobre estos temas, novela entonces fallida y que posteriormente desembocaría en A ciegas.
Pero A ciegas no solamente es la historia de Salvatore Cippico-Cipico-Cipiko, deportado a Goli Otok. También es la historia de Jorgen Jorgensen, el rey galeote. También aquí, en el origen, se encuentra una casualidad fortuita. Un día, en París (en 1990, creo), en rue Jacob, entré en la Librerie d’outremer, Librería de ultramar. Soy un apasionado del mar, el cual, luego de los afectos inmediatos, es lo que más me interesa en el mundo; del mar verdadero, en el que ciertamente mañana, apenas llegue a Trieste, me zambulliré haga el tiempo que haga, y del mar de papel, de la literatura marinera. Me puse a hojear un libro, cuyo título, Vanished Fleets, Flotas desvanecidas, de inmediato inflamó mi fantasía salgariana. Atraído por el título, de inmediato leí, allí, de pie, un capítulo llamado “El rey deportado”. De esta manera me metí por primera vez en la historia de uno de los dos personajes principales de A ciegas.

Un personaje que realmente existió, que curiosamente no figura en aquel espléndido, riquísimo, informadísimo libro que es La rivera fatídica de Hughes, el libro sobre el nacimiento de Australia a través de los reos penitenciarios, los forzados, los galeotes que eran deportados de Inglaterra a Australia y a Tasmania y que constituyeron la primera población, aparte de la aborigen, de aquellas tierras australes. Me metí en la historia de este personaje increíble, de este danés al servicio de Inglaterra, que había atravesado todos los mares del mundo y había fundado la capital de Tasmania, Hobart Town, en donde muchos años después terminaría condenado a trabajos forzados de por vida, en la misma ciudad que él había fundado como si Rómulo hubiese terminado esclavo en Roma. Un destino increíble, que en mi libro —y en su voz narradora— se sobrepone al destino del deportado a Goli Otok, así como el viaje de Jorgen deviene el viaje a Australia de los emigrantes (sobre todo triestinos, julianos, istrianos) después de la Segunda Guerra Mundial, los penitenciarios de Australia y de Tasmania, se sobreponen a los lager y a los gulag y a la “guerra negra”, que exterminó con un genocidio total a los aborígenes de Tasmania se entreteje a los horrores del siglo XX.
Me puse sobre las pistas de este Jurgensen y viajé un poco por todos lados, a Dinamarca, a Inglaterra y Tasmania; frecuenté bibliotecas y sobre todo los lugares de su vida, porque necesitaba ver el mar que él había visto, necesitaba ver qué color tenía aquel mar, frente al cual había vivido y había muerto, necesitaba ver cómo desciende hacia la playa esa escollera en donde imagino que él muere. Luego, mezclé todos estos detalles minuciosamente exactos en una construcción fantástica, incluso en un delirio, pero partiendo de este reconocimiento, de este respeto a la realidad.

Jorgensen también escribió; era un marinero, sin embargo escribió novelas a las que les pude seguir la pista a través de sus manuscritos, escritos a lápiz en inglés, en las diferentes bibliotecas de Hobart Town, Copenhague, Londres. Jorgensen también era mentiroso extraordinario, que había dilatado y falsificado su vida, ya de por sí tan rica de cosas increíbles. Por ejemplo, al arribar en un barco inglés a Islandia, se había proclamado no se sabe bien si rey o protector de Islandia, creando durante tres semanas un Estado, hasta que nuevamente fue hecho prisionero en un barco de su majestad británica. Debió ser un marinero realmente extraordinario, porque, cuando la nave inglesa que lo lleva, con los grilletes puestos, de Islandia a Londres, está por naufragar en una terrible tempestad, el capitán inglés lo libera, lo pone en el puente de mando y él salva el barco, llevándola a puerto, donde nuevamente le ponen los grilletes y es llevado a prisión.

Intentaba pero no lograba escribir directamente la historia de este Jorgensen.
Otro elemento fundamental, que constituye la espina dorsal del libro, es el interés —otra obsesión— por el vellocino de oro, por el mito argonauta. Es un arquetipo fundamental de nuestro imaginario; al mismo tiempo un mito, una historia arcaica de los primeros días de la humanidad (los argonautas son la generación precedente a la de la guerra de Troya) y una colosal operación de marketing, que creo es una de las más geniales invenciones publicitarias creadas en torno a una extraordinaria empresa comercial. Pero también es la historia de un combate terrible de civilización: la griega de Jasón y la de los bárbaros cólquicos, los bárbaros del Este.

En nuestro imaginario, desde siempre e incluso hoy, el Este parece siempre inquietante, bárbaro. En aquellas tierras con neblina Jasón lleva siempre la civilización —la civilización griega, la más grande que jamás haya existido—, sin embargo, también va a robar, depredar, a engañar. La historia de Jasón y Medea es la historia de este combate, de este trágico nexo entre portar civilización y destruir civilización. Un tema que incluso había fascinado a Pasolini. Los griegos realmente habían entendido todo.

Además, en las Argonáuticas de Apolonio Rodio viene mencionado un episodio increíble: los argonautas, en el viaje hacia la Colchide, se detienen en una isla que habitan los dolionos, un pueblo amigo, con quienes comparten una hermosa tarde fraterna de fiesta, al término de ésta, se marchan, sin embargo, la tempestad, de noche, los hace retroceder a la misma isla, ellos no se dan cuenta de esto, creen que han sido arrojados a una isla enemiga, mientras que los dolionos creen a su vez que son atacados por enemigos, y en la noche estos dos pueblos hermanos se degüellan recíprocamente. En mi libro, este episodio deviene un extraordinario símbolo de las luchas fratricidas que, entre otras cosas, han devastado incluso a los movimientos revolucionarios, como en la Guerra Civil Española la lucha entre comunistas y anarquistas.

Otro elemento que me fascinaba era que existen muchas versiones del mito argonauta, aparte de la principal, conservada en la obra de Apolonio Rodio. Existe una, narrada en las Argonáuticas órficas, que incluso hace ir a los argonautas sobre el océano, los hace remontar el Danubio y luego el Don, los hace llegar al mar Cronio, al Mar Blanco, bajar sobre el océano a lo largo de las costas de España. Cuando leí que en Ribadeo, una aldea sobre las costas de Galicia, en España, había sido encontrada un tempo, una moneda con la imagen del vellocino de oro, en mi manía viajé a Ribadeo, no para encontrar monedas, sino porque necesitaba ver el lugar en el que el mito había inventado que habían llegado los argonautas, quería tocar con la mano esta dilatación de los confines.

Además, hay otra historia terrible, que tiene que ver con Medea. Sabemos lo que le sucedió a Medea, lo que hizo Medea luego de haber sido ultrajada por Jasón, cómo se vengó con el horrible asesinato de sus hijos; la víctima deviene culpable del peor delito que existe, en esto es culpable y obviamente nada la justifica, pero este delito horrendo también es la forma extrema de ser víctima, porque la violencia padecida la lleva a negarse a sí misma de la manera más terrible, a destruirse, destruyendo a sus propios hijos. Un mitólogo menor, Ferécides, creo, nos transmitió una versión del mito argonauta verdaderamente terrible; él imagina que muchos años después que sucedió todo esto, luego de que Medea asesinó a sus hijos y se marchó, ella encuentra a Jasón envejecido, magullado por los años pero igual de guapo (Jasón, en el fondo, es uno de esos tipos que resuelven las cosas en la cama, es allí donde arregla todo). Los dos se reencuentran y Medea —¿por qué no?— con sus artes de maga lo rejuvenece un poco (sólo un poco, porque luego de una cierta edad ni siquiera el lifting funciona) y vuelve a vivir con él.

Esta espantosa historia en mi libro también se entreteje con la increíble historia de Jorgensen y con toda la historia de amor que recorre A ciegas. El vellocino de oro —vellón que siempre está en las manos equivocadas, que siempre es propiedad ilícita, siempre fruto de violencia de alguien que lo ha conquistado ilegalmente, quitándoselo con violencia a otro que a su vez se había posesionado de él con violencia— deviene un símbolo, el símbolo de la bandera roja, bandera de gloriosas batallas, andrajo usado para estrangular, frazada sobre la cual uno se recuesta para hacer el amor, etcétera.

En A ciegas, el que habla es el protagonista; debería ser el protagonista inventado, este Salvatore Cippico que me imagino hijo de inmigrantes y nacido en Tasmania, y sin embargo, originario de mis tierras, de ese mundo mixto en las fronteras orientales de Italia, como indica la incierta grafía, ora italiana, ora eslava, de su nombre.

Es un militante comunista, conoció la Guerra Civil Española, Dachau, y luego termina en Goli Otok y lo narra en su enfebrecido monólogo. Le habla a un médico, como ya se ha dicho, incluso a sí mismo; entreteje a la suya muchas otra voces, se identifica de vez en cuando con otros, sobre todo con su alter ego, con Jorgensen; a veces habla como si él fuese Jorgensen y otras como si fuese cualquier otro. Quizá tiene el deseo de ser Jorgensen, porque Jorgensen es alguien al cual, como a él, todo le ha salido mal, pero siempre ha conservado un as debajo de la manga para salvarse. Acabó sus días como un reo forzado, pero no precisamente en aquellas terribles celdas sumergidas en agua helada; siempre le ha ido mal, pero no precisamente de una manera tan trágica; en Jorgensen podemos encontrar el elemento dieciochesco del aventurero que, precisamente porque no posee grandes cualidades, se las sabe arreglar un poco mejor, vive con menor significado pero le hace mucho menos daño a los demás.

Pero creo que identificarse con muchas otras voces también tiene otras razones. Digo creo, porque ciertamente no programé estas cosas; salieron espontáneamente en la escritura y sólo a posteriori, reflexionando sobre ellas un poco, como si hubiesen sido escritas por otro, pude interpretarlas y distinguirlas. Por un lado, el protagonista es un yo psicológicamente perturbado, que no prestó atención a las muchas cosas que le sucedieron y le cayeron encima; es un yo escindido, incluso en sentido clínico. Quizá todas estas voces que hablan son la suya, quizá es la del médico y la de los esbirros de todo tipo que lo interrogaron durante toda su vida.

Pero quizá su voz también es una voz coral, yo creo que en este sentido es un verdadero yo, porque cada uno de nosotros siempre es un coro. Nosotros no terminamos en la punta de nuestros dedos de las manos o de los pies y lo que nos sucede de significativo nunca es sólo nuestro y únicamente privado. Únicamente son nuestros los pequeños accidentes que tienen que ver con nuestro yo privado. Una multa, una marca sobre el automóvil o un embotellamiento tienen que ver únicamente conmigo; pero enamorarse, crecer, envejecer, enfermarse, tener una fe o perderla, morir, todos estos son hechos que nunca son únicamente nuestros; cada uno de nosotros los vive naturalmente en lo individual, pero nos trascienden.

Cada uno de nosotros, en lo esencial de su vida, es un soldado desconocido. ¿Por qué se escoge como símbolo de todos los jóvenes muertos en la guerra el del soldado desconocido y no el nombre del señor Rossi o del señor Bianchi? Porque lo que les ha sucedido a los caídos en la guerra tiene que ver con todos; tiene que ver con el yo que es cada uno de nosotros y no puede tener sólo ese apellido. Ese muchacho desconocido ciertamente era un único e irrepetible individuo con nombre y apellido, enamorado de esa muchacha y no de otra, pero no tiene nombre, porque representa a todos. Las experiencias y las pasiones fundamentales nos pertenecen a todos.

Cada uno de nosotros, en los momentos más significativos de nuestrs vida, siempre es un coro: incluso habla por los otros y naturalmente también con los otros. Ciertamente, si la experiencia que le cayó encima es demasiado pesada, lo tritura, lo hace delirar, como le sucede a mi protagonista.

A propósito de A ciegas, se ha hablado de un remolino; un remolino en el que muchas veces se cae y otras veces se le crea, uno cree dominarlo pero luego ya no se puede más, el remolino le ahoga la voz —y entonces él quisiera que terminara pronto, quisiera apresurar la muerte por el demasiado miedo de morir.

El furioso remolino de las palabras es una serpiente que sofoca al Yo y la serpiente es el Yo mismo; es nuestra Historia, que a veces es demasiado para nosotros, no la soportamos, la vida nos parece insoportable, como si soportáramos el mundo sobre nuestra espalda. Algunas veces el mundo nos tritura, de aquí el deseo de mi protagonista de escapar —a los esbirros, al amor, a la vida misma.

El otro gran tema de la novela es la historia de amor; hay una figura femenina que, también ella, se desdobla en muchas otras figuras que, sin embargo, en formas diferentes, siempre es la misma, repitiendo el mismo análogo destino, el destino de Medea.

A veces, por demasiado amor a la vida, a un cierto punto, uno ya no puede más; se escapa, huye de sí mismo. El protagonista de la novela siente el deber de narrar para salvar la memoria; narrar es una manera de no perder la memoria, que constituye nuestra identidad. Además, es un deber recordar a las víctimas, porque olvidarse de ellos es una ulterior violencia que se ejerce en contra de ellos.

Nuestra memoria es nuestra identidad; sin ella no somos nada. Por memoria no entiendo el pasado. Mi gran amigo Biagio Marin, el poeta, decía que el pasado no existe. Quería decir que existen las cosas meramente funcionales (que, agotada su función, realmente ya no existen más, como el vestido del año pasado echado a la basura) o bien los valores, las personas, todo lo que tiene sentido y que siempre está presente, que sencillamente es.

Quevedo es un poeta; no decimos que era un poeta, como si ahora ya no lo fuese. Poseo el fuerte sentido de este presente de la vida; quizá por esto el tiempo de la narración que privilegio es el presente, porque todo es presente en el momento en el que nosotros lo revivimos, lo integramos en nuestra vida y deviene parte de nosotros.

Naturalmente, cada tanto, este peso de la memoria es insostenible, aplastante, y entonces existe el deseo —tan violento, a trechos, en mi protagonista— de borrar la memoria, de oprimir el botón que borre la grabación en el cassette, de quemar o de borrarse incluso a sí mismo. Existe la obsesión de escapar de la prisión de la vida.
Un crítico, Alessandro Melazzini, habló de mí como escritor apolíneo —en los artículos que escribo en los periódicos, incluso en algunos libros— pero luego citó un artículo mío en el que dije con malicia y con claridad (¿con claridad apolínea?), que en la literatura todo lo que es claro y confortante es falso. O bien, digo con claridad apolínea que la claridad no basta.
Este es un punto fundamental. Apolíneo indica forma, claridad; dionisiaco es el sentido de la vida como continua destrucción de todas las formas, cual río que destruye todas las olas que continuamente se vuelven a formar.

El gran Ernesto Sabato, de quien tuve la fortuna de ser amigo (y por el cual, cuando cumplió noventa años en 2002, pronuncié el discurso oficial en la fiesta que se organizó para él en Madrid) habla de las dos escrituras. Está la escritura diurna, en la que un escritor, incluso cuando inventa, expresa un mundo en el que se reconoce, expresa sus valores, las cosas en las que cree, su manera de ser. Por ejemplo, Ernesto Sabato —que incluso se ha comprometido con causas nobles, que durante años sacrificó su literatura para ocuparse de los desaparecidos en Argentina, sin participar en ninguna marcha, pero yendo a buscar, uno por uno, a estos desaparecidos— escribió un hermoso libro sobre esta experiencia, pero en este mismo libro dice que la realidad más profunda de su alma no se encuentra en estas páginas sino en aquellas verdades escondidas, expresadas en su narrativa, verdades algunas veces detestables, dice él explícitamente, que a menudo lo han traicionado, es decir, que han traicionado sus convicciones morales.
Ésta es la escritura nocturna, en la que repentinamente el escritor ajusta cuentas con algo que emerge dentro de él y que desconocía que poseía. Creo que a todos les sucede descubrir, cada tanto, con un escalofrío, ciertos sentimientos, pulsiones inquietantes —incluso horribles—, que nos asombran, que nos horrorizan, que nos ponen frente a un rostro que no sabíamos que teníamos. Uno se encuentra cara a cara con la Medusa de la vida y, en ese momento, incluso si fuese más deseable tener otros encuentros, un escritor —todos y cada uno de ellos— tiene la obligación de la verdad; si nos hemos enfrentado cara a cara con la Medusa no podemos mandarla con el peluquero para que le arregle su cabeza de serpientes para que se vea presentable. Incluso cuando un sosia dice cosas diferentes a las que él quisiera escuchar y decir, el escritor debe testimoniar esta desagradable verdad y cederle la pluma a la escritura nocturna, que algunas veces desconcierta a quien escribe. La escritura nocturna es aquella en la que no siempre se dicen las cosas que se desean, los valores en los que se cree, pero se deja emerger de lo más profundo algo a veces desconocido.
Otro libro decididamente nocturno que escribí es el anterior, La exposición, un texto teatral en donde hay cosas que, naturalmente, tomadas a la letra, incluso a mí me perturban; es más, sobre todo a mí. A veces se nos revela un rostro insostenible de la vida, que luego lograremos superar pero que, en ese momento, se impone con violencia; imponiendo una verdad que no es definitiva, pero que en ese momento grita y reclama ser escuchada y grabada. Es como si en la escritura nocturna emergiese esa parte de nuestra experiencia que no hemos utilizado en la consciente construcción de nuestra personalidad y de nuestro sistema moral. Un poco como si encontráramos en el desván azulejos que habíamos comprado hace muchos años, sin luego utilizarlos, es más, olvidándonos de ellos; cuando, de improviso, nos los topamos de frente y nos quedamos estupefactos, incluso disgustados, y no podemos creer que pudimos haberlos escogido y comprado, como hemos en cambio hecho y olvidado, quizá querido olvidar. Como también ha dicho Melazzini —que ya había sido observado por Jole la primera vez que le di a leer el manuscrito—, A ciegas, creo, es el intento por unir las escrituras, los dos mundos: el mundo diurno de la responsabilidad, de la ética, de los valores, y el nocturno de las pesadillas, del horror, de la ruina. La gran literatura ha sabido darnos grandes ejemplos en este sentido: uno escritor que ha sabido decir todas estas verdades es Joseph Conrad. Encontramos en sus novelas y en sus capitanes, con sus grandes valores en los que naturalmente Conrad cree: la fidelidad, el orden, el permanecer en su puesto, el luchar hasta el final el buen combate. Pero junto a todo esto también se encuentra el momento nocturno, el impulso a la deserción, a la traición, a la vileza, a la fuga, a la infamia; está Lord Jim que viola esa ética. Los dos momentos —el ético y el ambiguo, oscuro— coexisten; no porque sean igualmente válidos (está claro que Lord Jim es culpable y el capitán del Typhoon es un hombre que hace las cosas justas), pero el escritor debe dar testimonio incluso de la verdad humana negativa, de la sombra.
En mi libro, las grandes esperanzas del siglo XX, las grandes libertades que el siglo XX ha conquistado, mantienen todo su apasionado valor real, pero se entretejen inextricablemente a la negación, a los horrores del siglo. Por esto en la escritura, la mezcolanza de diurno y nocturno —o de apolíneo y dionisiaco— se hace necesaria.
Además, también lo dice el título, A ciegas, éste se deriva de una terrible anécdota que se cuenta de Nelson. Se dice que Nelson, durante la batalla contra la flota danesa, en ese momento aliada con los napoleónicos, frente a Copenhague, cuando los daneses, luego de horas de combate, derrotados y extenuados, levantaron la bandera blanca, continuó bombardeando aproximadamente durante dos horas la ciudad ya inerme. Cuando otro almirante inglés le preguntó por qué lo había hecho, se dice que él respondió que no había visto la bandera blanca porque se había pegado el catalejo al ojo vendado.
En el libro, esto deviene el símbolo de hacer el mal a ciegas, de no ver el mal que se hace, de no quererlo ver; incluso de vivir a ciegas, de avanzar a ciegas, de amar a ciegas, etcétera.
Naturalmente, hasta aquí, he dicho mucho y nada; nada sustancial, porque en un libro lo que cuenta esencialmente es cómo historia la vicisitud, los materiales, los personajes, los sentimientos, los temas devienen lenguaje, estructura narrativa, estilo. Tendría que hablar de una narración que intenta desatarse en una variedad extrema de tonos, ritmos, registros; unir el remolino absorbente y delirante del monólogo a la precisión de los detalles históricos y geográficos y al respiro del debate ideológico; remolino en el cual, entre otras cosas, también existe, creo, un eco de la profunda impresión que me causó la lectura de los monólogos de Carlota en Noticias del Imperio de Fernando del Paso. Tendría que hablar de la necesidad de unir ritmo entrecortado y onda épica ancha y larga, de integrar las tantas voces diversas en la del protagonista, en la que confluyen.
Tendría que hablar de la variedad sintáctica, léxica, jergal; de los problemas planteados por el uso de los tiempos, del caos polifónico y de su organización; de la oscilación a alta frecuencia entre lo sublime y lo sarcástico, lo noble y lo vulgar, lo alto y lo bajo; de la simbiosis entre lo ético impersonal, informe objetivo y laceración individual; del entretejido de confesión y falsificación.
Tendría que hablar de los problemas técnicos, formales, que se me fueron presentando durante todo el curso del trabajo en el libro, pero en particular en ciertos momentos. El protagonista habla, narra, todo sale de su boca en el presente de su narración —de su revivir, quizá de su falsificar y reinventar. Nada se le entrega a la distanciada representación del pretérito, todo es vivido en el acto en el que es dicho.
Por lo tanto, ¿cómo —para dar un ejemplo— narrar la superposición que el protagonista hace, en su delirio, de un (presunto, quizá alardeado) vuelo en globo aerostático de Jorgensen sobre Berlín, de un análogo vuelo quizá solamente leído por él en la biblioteca del hospital y hecho suyo, y del vuelo de la nave espacial soviética MIR durante el cual la Unión Soviética deja de existir y, por lo tanto, continuó existiendo durante algunos meses, sola, allá arriba, en los espacios siderales? ¿Cómo realizar —lingüística y estructuralmente— su plural identificación?
Otro ejemplo. Imagino que el protagonista, mientras está por emigrar a Australia después de Goli Otok y se encuentra en un campo de prófugos cercano a Roma, trabaja (como leí lo hicieron algunos emigrantes reales) de extra de cine en Cinecittà en algunas peliculillas (cristianos obligados a luchar como gladiadores en un circo, etcétera). Cippico recuerda todo esto al interpretar nuevamente, en su verdadero o simulado delirio, el guión, la pequeña parte de ese guión que en ese entonces aprendió de memoria. Por lo tanto, necesitaba escribir estas tres páginas de verdadero guión fílmico, para luego desdecirlas, deformarlas y transformarlas a partir de Cippico. Pero temía, si las escribía yo, caer en algún anacronismo, de ponerle algunos detalles técnicos actuales, en ese entonces inexistente. Entonces, le rogué a mi amigo Franco Giraldi, el director de cine, quien precisamente en esos años iniciaba su trabajo en el cine, que me escribiera esas páginas de guión en los términos de entonces, con ese episodio de mamotreto que le describí. Así fue que él me escribió estas páginas que yo necesitaba y que luego deformé y transformé.
Pero de todo eso realmente no puedo decir nada, porque resulta imposible hablar de estas cosas sin dar explícitamente un juicio de valor sobre su significado, juicio que, ciertamente, no me corresponde a mí. Sólo puedo decir que antes del libro hubo innumerables borradores e intentos y por lo menos cinco versiones; y que las páginas relativas al libro y sus problemas lingüísticos que escribí, como hago siempre, para ayudar a los traductores, son más de cincuenta.
Pero aquí me detengo, porque no quisiese parecerme a mi protagonista que habla y habla, integrando en su discurso como en un remolino las palabras de los otros —palabras que encuentra, que recuerda, que quizá inventa, que quizá falsifica.

 

LO PLUTONICO

Por Heriberto Yépez*


El removimiento de Plutón de la lista de los planetas y su reposicionamiento en el sistema solar bajo una subcategoría bastante dudosa en sí misma, no cambió el universo: cambió la mente, es decir, la idiotez humana. El cosmos permaneció igual —objetos derrochando energía o dando vueltas absurdas unos sobre otros—; el cambio de dignidad, en realidad, lo sufrió nuestro modelo del sistema solar (que probó ser caprichoso). Pero si bien Plutón pasará a la sombra, nació la noción de lo “plutónico”.
Se dirá: “That’s plutonic!” o “¡Eso sí que es plutónico!” Aventuro (o sugiero) que lo plutónico se volverá un adjetivo idiosincrático, como lo “borgiano”, lo “sibarita”, lo “cantinflesco” o lo “samaritano”. Lo plutónico o plutoniano será la denominación que recibirá una forma de ser o comportarse.
Dentro de unos años la definición de lo plutónico comenzará en los diccionarios: “Plutónico, lo. Dícese de lo reconsiderado, de aquello que ocupó durante un periodo un puesto que no le pertenecía...” Sus connotaciones serán múltiples. Adelantaré algunas. Se llamará “plutonías” a los movimientos contrarios a los del resto —Plutón rota en la dirección contraria al consenso de los demás planetas, así que desde siempre fue inadecuado su comportamiento dentro del club solar— y “plutoniano”, en general, será lo expulsado.
Que alguien se cuele, digamos, en una fiesta y pueda relacionarse con personas de superior rango exclusivamente, para después ser sacado por seguridad, será una suerte “plutónica”. Lo plutónico, a todas luces, pertenecerá a la región de lo tragicómico. Si en lugar de ser kafkiano, Kafka hubiera sido plutoniano, hubiera escrito historias de individuos que son recibidos con bombo y platillo al Castillo, o bienvenidos a América, o a los que las puertas de la Ley se les abren exitosamente, pero más tarde tales individuos son puestos de puntitas en la calle. (El destino de los soldados norteamericanos, por ejemplo, es plutónico). Si en lugar de ser eleático, Zenón hubiera sido plutónico, hubiera urdido la historia de un Aquiles que vencía a la tortuga en aquella famosa carrera (pero luego su medalla olímpica le hubiera sido removida debido a los resultados del antidoping posteriormente practicado). La paradoja plutónica, señores, ha nacido.
El sino de Plutón estaba echado desde que se le descubrió —el 18 de febrero de 1930— gracias a las pesquisas del imaginario Planeta X, así que la decisión desplanetizadora de la Unión Internacional Astronómica —el 24 de agosto de 2006— fue, sencillamente, el colmo de su ya anticipado destino de volverse equis. Lo plutónico, pues, es que el destino nos realcance.
Pobrecito, Plutoncito, ¡no fue como David! (En los mundos plutónicos, Goliat le da su merecido a dicho chaparrón). Pero como Plutón fue alrevesado, contreras, presiento que los grupos alternativos se identificarán con él y que todo movimiento marginal, izquierdista, altermundista o de excluidos lo tomará como su símbolo.
Si lo marciano es la posibilidad de vida extraterrestre (o por lo menos con antenitas o colorada) y lo uránico, lo celestial en general, lo plutónico, en cambio, será la despedida o desenlace cómico que sobrevendrá después de un inicio o bienvenida triunfal. Pero lo plutónico será, asimismo, lo pícaro o bribón, porque Plutón gozó de unos privilegios que exclusivamente gozan los happy few —¡una roca cualquiera que fue tratada y reverenciada por miles de millones de personas como planeta!—; se hablará de un gozo plutónico, para unos inmerecido, para otros no menos afortunado por accidental.
Además, lo plutónico abre toda clase de interrogantes, pues un planeta que solía ser un planeta y ya no lo es, deja pensando que bien podría ser que otros sistemas centrales de la Humanidad también posean un falso miembro, un advenedizo, un miembro que, en realidad, no pertenece y debe ser expulsado cuanto antes, un miembro plutónico. ¿No será acaso que nuestras familias tienen actualmente un miembro puramente plutónico? ¿No será que el padre —que siempre ha mantenido una posición más bien enana y esporádica— en verdad no es parte del sistema familiar? Todo sistema tiene su Plutón.
¿Y qué pasará, por ejemplo, con la gente cuyo signo zodiacal había sido regido o influido por Plutón? Qué feo se ha de sentir descubrir, después de años de orgullo plutoniano, que uno está bajo la influencia de un pinche planetoide expulsado. Eso sí es jodidez o espíritu lame. Imaginemos cómo quedó la autoestima de los escorpio, cuya fuerza —¡oh, pena ajena!— se debe a este planetín corrido.
Ahora, consideremos que si un planeta es degradado, ¿por qué no degradar, análogamente, épocas enteras rebajándolos a meras “epoquetas” o mejor aún “epoquitas”? Resulta tentador fabricar (extemporáneamente) rígidos criterios para que los periodos conserven su actual status, porque bien podría ser que ciertos periodos no lo sean —como la siempre sospechosa “posmodernidad” que a mí me huele a que, en realidad, no es verdaderamente una época y ni siquiera una “Ex Era”—. Y si no aplicamos estas reglas a las épocas, por lo menos apliquémoslas a ciertas dudosas épocas, como la de los noventa, que pasó tan rápido y fue tan intelectualmente insignificante que bien pudo haberse tratado de un puro lustro o una “decadilla”.
Como ustedes pueden apreciar, vivimos una época revisionista. Todas las decisiones anteriores las queremos someter a recall, desafuero o petición de recuento. Presiento que esto ocurre porque la sociedad de la clasificación y el neo speak se han salido de control. Y todo principio de comprensión inspira la sospecha de ser legaloide, escolástico, absurdo, norteamericano o caprichudo. Vivimos la Era de la Revocación.
En 1999 el Vaticano “rectificó” su infernal doctrina, dejando claro que el llamado “infierno” no es un lugar y que se trata nada más de un indeseable “estado del alma”; en 2005 el Vaticano (guiados por la flauta del Rat Singer Ratzinger) mandó el Limbo al limbo, decretando que el limbo nunca existió, haciendo que los millones de niños muertos sin bautizo que desde la Edad Media fueron remitidos al Limbo, quedaran en una situación burocrática que ya ni siquiera se puede llamar “Limbo”. La desterritorialización, pues, llegó al otro mundo.
De todas maneras, tomando en consideración estas derogaciones, a Plutón no le fue tan mal. Se le reubicó, a manera de premio de consolación, como “planetoide” o “planeta enano”, que en inglés, por cierto, es “dwarf planet”. Lo que pronto, gracias a la political correctness, se dirá “little-people-planet”.
Es predecible, además, que algunos santos sean retirados del santoral o algunos héroes de la historia nacional. No dudaría que el movimiento conservador de desplanetización —de clara tendencia derechista— inspire al gobierno mexicano neoliberal, por ejemplo, a aprovechar la lejanía temporal que nos separa de los olmecas para retirarles su inclusión en la historia nacional, recategorizándolos bajo la subcategoría, digamos, de “precultura” de “cuasindígenas” o “indigenoides”. Ya lo veo venir.
Pero si alguien cree que Plutón es un rey rebajado a pordiosero se equivoca. Incluso un pordiosero como Plutón tiene siervos. ¡El insignificante Plutón tiene satélites! (Charon, Nix e Hidra). Uno de ellos, Charon, es similar en dimensión y comportamiento a Plutón.
Plutón y Charon, de hecho, orbitan juntos, es decir, se mueven alrededor de un centro de masa fuera de cualquiera de los dos cuerpos. Antes de que Plutón recibiera una patada en el culo, se llegó a sugerir que él y su compañera Charon fueran considerados un planeta binario, lo cual hubiera sido más interesante que rebajarlo. ¡Hubiéramos tenido la primera pareja planetaria! Pero se prefirió revocar su status. Lo cual deja ver que estamos en una época que no puede pensar la compañía y prefiere pensar a planetas en soledad o planetas jerárquicos (con seguidores satelitales) antes que permitir romper paradigmas y aceptar que en el sistema solar existe por lo menos una Pareja Planetaria.
La posibilidad de la pareja planetaria, por otra parte, inaugura muchas otras cuestiones... ya que el rechazo de la posibilidad de la inclusión de una pareja planetaria nos hace pensar en la posibilidad de discriminación solar. ¿Qué tal si, después de todo, Plutón sí es un planeta? (Se han cometido errores peores y les aseguró que habrá quienes, a pesar del dictamen retroactivo de los astrónomos, se negarán a acatar la decisión y para ellos Plutón será siempre un planeta).
Y en el caso de que Plutón sí sea un planeta, esto pasaría a significar que no solamente se cometió una tremenda injusticia contra este planeta, sino que la injusticia real ha sido cometida contra la planeta Charon. ¿Se expulsó a Plutón porque, en verdad, no se deseaba admitir a Charon, planeta mujer? O peor aún... ¿Será que Plutón y Charon son una pareja gay? No lo dudaría ni tantito.
La pareja planetaria, de cualquier modo, otorga cierta connotación al neosintagma amor plutónico, pues bien podría pasar a connotar cierto tipo de amor que aún en la adversidad se mantiene fiel. Por ejemplo, de una pareja cuyo varón —que durante largo tiempo ha sostenido una alta posición social, como la de un ejecutivo— súbitamente es despedido de la empresa y, sin embargo, a él y su pareja todavía se les ve dando vueltas por el mundo muy unidos. “¡Eso sí es Amor Plutónico!”, se dirá.
El amor plutónico, ya se ve, es esencialmente patético. Porque amor plutónico será, sobre todo, el relativo a una persona que durante un tiempo creyó gozar de pertenencia y privilegios, alguien que se sentía superimportante sólo para, a final de cuentas, ser desechado de un día a otro. Al contrario del amor platónico, que lo tenemos nosotros hacia alguien más que idealizamos, el amor plutónico se padece como un cambio de suerte pusilánime. Yo, por cierto, gracias a la desplanetización del pobrecito Plutón me he dado cuenta que toda mi vida me han tenido amor plutónico, esto es, durante unos años el cielo y las estrellas y luego, un buen día, abandonado como mero astro enano. ¡Ahora lo entiendo todo! Soy un plutónico de cabo a rabo.
Como adjetivo peyorativo, les aseguro que se hablará de la “fama plutónica” —la que dura poco más de 15 minutos pero exclusivamente unos cuantos años— porque lo plutónico será aquello que estará vinculado con la detentación de una categoría mayor a la merecida, al malentendido universal y a la tragicómica expulsión de las elites a las que se perteneció por un error de temporada o liberalidad.
La categoría de lo plutónico muestra que nuestra sociedad es cada vez más cerrada, al grado de hacer purgas de planetas, y nuestro relativismo, cada vez más absurdo; dejando claro, en su cierre de filas y cambio de opinión, que la ciencia nada más es un juego de lenguaje. Por último, algo me dice —no sé qué— que lo plutónico (definitivamente) será relacionado con el ocio.

*Escritor, periodista e investigador universitario.

 

EL SOLIPSISMO ES NUESTRA TRAGICOMEDIA

Heriberto Yepez

I


El solipsismo es nuestra tragicomedia. Un hombre es un ser enclaustrado en su propio mundo. Cada hombre es el tiempo y es el espacio. Así pensaba Leibniz y así pensaban los huicholes. Nadie puede salir de su propio tiempo ni su propio espacio. A nadie nos está permitida la otredad. Sabemos que existe, del otro lado de la realidad, pero la otra orilla es inalcanzable. Y es que es imposible invadir otra vida. Permaneceremos siempre encerrados.
Hay un pájaro atrapado en un huevo indestructible. La única forma que el pájaro llegue a volar es que se vuelva minúsculo y decida hacer del interior de la cáscara su cielo simulado. La relación de intensidad de ese ser con su propio mundo, el mundo que él es, su relación concénrica, espiral, con su mundo único, se llama poesía.
La ex-istencia se refiere al emerger. La in-sistencia, al ensimismamiento.
La poesía se refiere a nuestra in-sistencia. La poesía se refiere al saberse adentro. Por ende, la poesía pertenece más a la esencia del hombre, porque se refiere a la relación intensiva que mantiene consigo mismo, con su propio abismo. La poesía sabe que le está vedada la salida. Ya lo decía Antonio Machado:

Con el tú de mi canción
no te aludo, compañero:
ese tú soy yo.

Pero si la función metafísica de la poesía es la in-sistencia, la de la narración es harto más turbia. La ficción tiene que ver con la fantasía de abandonar el huevo inquebrantable, la ficción es la pseudo-ruptura del cascarón. ¿Quién inventó el mito de que hemos logrado salir del útero? Lo invento un narrador, el narrador primordial, el primer hilo.
Lo que la narración sostiene es la existencia de una zona intermedia entre individuos, una frontera que puede cruzarse por éstos, una zona de nadie, wasteland, buffer zone o páramo, que la narración llena de historias.
Un relato es un cordón umbilical entre dos barrancos. Un cordón umbilical imposible.
Trataremos por siempre de volver a reunirnos. Pero la reunión es imposible. Para sentir que hemos salido de nosotros, para sentir que existe un mundo común, inventamos historias, en que unos tenemos que ver con otros, en que hay encuentros, coincidencias, en que hay exteriores comunes. Toda narración es una ridícula armonía prestablecida.
La literatura tiene una función melancólica. Estamos tratando de no perder el pasado. Ese intento se llama historia.
En el presente, que es puro desprendimiento, estamos solos. Es en la imaginación donde construimos la ficción de un mundo compartido. Sólo en la memoria no somos perros solitarios. Los que escribimos, creamos compañías, creamos amos. Escribimos ligas.
El narrador está tratando de religarse con el mundo. Su religación la busca a través de la creación de redes de acontecimientos relacionados, a través de tribus de personajes, de mundos que capturan a muchos, mundos que aseguran que existen otros. Por eso es siniestra la literatura, porque la narración es lo que mantiene la ilusión del mundo.



II


La ficción es que nuestras historias nos involucran a más de uno; la realidad, que habitamos únicamente la soledad. Vivir en una frontera, la frontera de México y Estados Unidos, me ha dotado de la ilusión de que podemos llegar al otro lado. La ilusión dotada por la frontera es la ilusión de que el cruce es posible. Pero el cruce es sólo un mito. El mundo no puede ser simbólico. El mundo solamente puede ser diábolico. Que lo uno y lo otro se junten no es asequible. El acceso siempre está amurallado. No hay entrada o salida que exista.
La función metafísica de la narración es su función fronteriza. Contando historias creamos la ilusión de que unos tenemos que ver con otros. La frontera es siempre ficticia.
Lo que entra en la narración, ya no tiene vuelta atrás, es una frontera que solamente puede ser cruzada una única vez, pero no una frontera de adentro hacia fuera, sino excluisvamente un camino hacia el desbarrancadero interno, porque apenas entra algo a la ficción, ya no puede retornar de ella, ha cruzado el horizonte de los sucesos en que más allá de éste, todo suceso se desvanece, se ha vuelto fantasía. Y cuando algo se ha vuelto fantasía ya no puede volver a recuperar su verdadera ontología.
Si cruzas la frontera de la ficción, nunca regresarás a la realidad.



III


La ficción es una zona de cruce, una especie de pasadizo que te conduce a una realidad imaginaria, en donde los seres tiene vínculos drásticos o pasiones resistentes, lazos más estrechos o ímpetus magnéticos. Y el mundo supuestamente real no es más que el lugar al que llegamos a través de cierto pasadizo, hace ya varios miles de años. Este mundo no es más que una plaza pública, por así decirlo, un campo abierto donde nos hemos reunido, habiendo salido de nuestras madrigueras, un zócalo que, por cierto, está a punto de ser atacado por los militares.
Estoy seguro, por ejemplo, que los mayas se fueron de la península a través de un pasadizo abierto por una ficción. Asimismo sucede con los migrantes hacia Estados Unidos. Todos nos vamos por pasadizos ficticios. Estos pasadizos son el recorrido por el cordón umbilical, son la caminata larga por ese canal.
Los llamados escribientes abrimos tales pasadizos. Nosotros, sin embargo, no somos los que avanzamos, sino que somos los guardianes de estas apretadas puertas. Somos los agentes fronterizos, vigilantes de garita.
Esta profesión, a ciencia cierta, nos va atrofiando. Nos vuelve incapaces de actuar debidamente en el mundo detrás, del cual somos vigías paranoicos. No podemos llegar a los mundos abiertos. Siendo los que abrimos el boquete, somos impedidos de la fuga.
Todos han creído que Kafka era el hombre que aguardaba que la puerta de la Ley le fuese abierta. Pero no ha sido este su verdadero puesto. Kafka era el guardia. He ahí su verdadera desgracia.
Los narradores construimos mundos. Para que esos cosmos se sostengan, imponemos leyes. Somos esencialmente legisladores. Demiurgos autoritarios. Instauramos órdenes u hordas. Determinamos personajes, pues el ser desea ser libre y somos nosotros los que volvemos a esclavizarlo al nombre, a la función, al lazo. La vida, por lo menos, mata a sus personajes. La escritura, en cambio, los conserva en frascos.
Cada historia obliga a una cantidad tragicómica a iterarse. Este número de seres, objetos, diálogos, ideas, paisajes, repiten un mismo acto cada vez que alguien procura esa historia, como si se tratase de un aldea que repite una idéntica historia cada vez que llega un forastero. Cada narración es un loop.
Una serie de escenas que se repiten cada vez que el lector, el oyente, lo solicita.
Pobres mundos los de las ficciones: son prisiones. Son mundos ciclados. Algún día, sin embargo, las cosas, palabras o sujetos de estos mundos encerrados se librarán de sus leyes de reincidencia, se liberarán de sus tramas y legislaciones impuestas por los narradores y, ya desatados, desearán cruzar la frontera.
Desearán ir de su territorio a otro. ¿Podrán hacerlo?
No lo creo.
Por todas partes, habrá muros.
Es este tipo de información la que guía mi escritura. Saber que vienen los muros. Saber que vienen los militares. Yo también esclavizo seres. Los encierro en relatos.
Pero procuro, quizá por crueldad o quizá por hipocresía, introducir en esos mundos motivos que los conduzcan a motines o rebeliones. Como guardia fronterizo, como mal migra, permito la entrada ilegal de drogas violentas, mujeres enloquecedoras, ideas infelices, insoportable injusticia, pasados enfurecedores, constructores de narcotúneles.
Adorno tenía mucha razón cuando decía que lo sospechoso no es retratar la realidad en forma de averno. Lo sospechoso es la constante invitación a escapar del infierno.



IV


A veces me pregunto qué pasaría si dejásemos de contar historias.
Creo que lo que pasaría es que, al principio no nos íbamos a dar cuenta, pero algo comenzaría a suceder, algo extraño. Y a los minutos, nos miraríamos unos a otros, como preguntándonos qué hacemos juntos, como aquellos que llevan muchos años en un bunker y súbitamente alguien abre la puerta y les pregunta qué hacen todos ellos, amontonados, ahí adentro. Y ninguno contesta. Solamente comienzan a salir, cabizbajos, por la portezuela. Y con esa dispersión, volveríamos cada quien a su soledad primigenia, cada quien a su propio núcleo. Y conforme avanzase ese ensimismamiento, conforme cesasen las relaciones, ante nuestros ojos desaparecerían, uno a uno, todos los objetos del mundo, que sólo existen porque tenemos historias en que inventamos una relación con cada ente, para así tener amplia familia verista, pero apenas se despeje esta ilusión, nada de lo que vemos permanecería ileso, todo se iría yendo, persona por persona, cosa por cosa, gracias a que la memoria, gracias a que la narración, ha cedido en su esfuerzo de mantenerlo todo junto.
Y al final, sólo quedaríamos nosotros ante un paisaje vacío, en que no existe siquiera tiempo. Al desvanecerse todo lo otro, comenzaría un viaje interno, el viaje poético. Pero también ese viaje, ese ensimismamiento, terminaría pronto y con su despedida, todo desaparecería, es decir, desaparecería el yo y su voluntad de cohesión.
Para alcanzar el nirvana, pues, necesitaría terminar la narración, necesitaría terminar la poesía. Pero no terminarán. No somos tan fuertes.

 

La eternidad del instante: un engendro de la subcultura.

por Cristóbal Díaz

Hace algunos meses leí en este mismo portal un artículo que me impresionó. “Lobas de mar, o sea, hablando boberías”, escrito por Nuncio Hernández Valle, enumeraba con lujo de detalles más de 200 errores geográficos, históricos, gramaticales, y de todo tipo que aparecían en la novela Lobas de mar, de Zoé Valdes. Su autora había recibido la jugosa suma de 120.000 euros por esa novela, tras ganar el Premio Fernando de Lara 2003, auspiciado por la editorial Planeta.
El listado de desatinos —pues no se trataba de leves errores, sino de una garrafal acumulación de disparates— me dejó literalmente anonadado. Hernández exponía, casi con mano de cirujano, los descosidos de una novela que había obtenido uno de los premios más remunerados del habla castellana y que nunca debió ser publicada.
Para mi sorpresa, y supongo que para la de otros como yo, no había transcurrido mucho tiempo cuando la prensa anunció que la misma escritora había sido nuevamente galardonada con el III Premio de Novela Ciudad de Torrevieja 2004 por su novela La eternidad del instante. Ese premio acabó por convencerme de la veracidad del rumor —que más bien es un secreto a voces— que asegura que muchos de los grandes premios monetarios de la literatura no son reales. Se trata de tácticas de mercadeo para promocionar a determinado autor que la editorial escoge por razones más o menos esotéricas.
Quiero aclarar que soy cubano, de una generación algo más joven que Valdés, y que salí de la isla hace seis años por las mismas razones que ella. Leí La nada cotidiana, la novela que le dio fama a su autora, cuando aún vivía en Cuba. Pese a sus ripios, la defendí entre mis amigos, pues tenía cierta frescura y modo de narrar que prometían una voz nueva. Sin embargo, a medida que fueron cayendo en mis manos sus novelas posteriores, tuve que tirar la toalla y darme por vencido en mis intentos por defender lo indefendible.
El discurso literario de Zoé Valdés nunca llegó a levantar el vuelo que prometía. Y no sólo eso, sino que ha ido de mal en peor, evidentemente exacerbado por su afán de publicar un libro cada año, y a veces cada pocos meses. Sin una base cultural sólida, sin la sensibilidad ni el ojo requeridos, sin ese famoso detector hemingwayano que debe tener todo autor para detectar la porquería que escribe (Hemingway usó una palabra más fuerte), y con el apuro de publicar a toda costa, ha ido dejando una obra esperpéntica que no tiene salvación ni futuro.
Para ilustrar lo que a priori podría parecer un dictamen demasiado duro, voy a detenerme en la obra galardonada con el Premio Ciudad de Torrevieja 2004: La eternidad del instante.
Problemas de contenido

En La eternidad del instante, los problemas de forma, contenido y estilo se suceden y confunden entre sí. Unos producen los otros. Aunque comprendo que los ejemplos de un grupo pudieran pertenecer también a otro, he decidido dividirlos porque debía organizar este embrollo de alguna manera.

Aunque se vista de seda...

Cuando me dispuse a leer esta novela, creí que la trama reflejaría la emigración china hacia Cuba. La autora había repetidos en múltiples entrevistas que la historia estaba inspirada o basada en la vida de su abuelo chino, el cual había dejado de hablar durante muchos años y se comunicaba a través de mensajes escritos. La propia Zoé Valdés aparece disfrazada de china en la solapa del libro, con un kimono, las manos unidas modosamente en actitud de rezo y dos “rabos” pintados en los ojos, en una burda caricatura con la que ha intentado parecerse a una china y hacer más vendible su novela, “mostrando” que es un producto sacado de la realidad. Ya había hecho algo parecido en otra novela anterior, en la que aparece disfrazada de santera, con un trapo blanco amarrado a la cabeza y rodeada de girasoles, en un quimérico esfuerzo por identificarse con Oshún, la diosa afrocubana que simboliza la belleza y la sensualidad, con la cual la autora no guarda el menor parecido.
Estas ridiculeces de burdo marketing no son más que un adelanto de lo que el lector encontrará en la novela. La emigración china a Cuba provino casi en un ciento por ciento de Cantón, y en un porcentaje pequeñísimo de zonas costeras muy cercanas, como Macao y Hong Kong. Pero admitamos que hubo un solo chino que llegó a Cuba proveniente de la “próspera y privilegiada aldea de Yaan, en Sichuán” (135), situada en el mismo corazón del país, a unas 800 millas (casi 1300 km) de la costa más cercana. Démosle esa licencia.
Si la autora se ha decidido por una historia situada en un tiempo y lugar tan específicos, lo menos que puede esperar uno es que se ajuste a las costumbres y a los hechos elementales de ese escenario, independientemente de la ficción creada. Sin embargo, no tuvo siquiera el cuidado de averiguar los pormenores ambientales de esa región, ni sus costumbres.

Jineteras sin causa, diálogos artificiales,
y otras incongruencias socio-culturales.

Si la autora intentó hacer alguna investigación histórica, no tuvo la menor idea de cómo debía manejarla. Por ello, en medio de diálogos cotidianos, copia casi textualmente (a juzgar por el brusco cambio de estilo) datos imposibles en una conversación. En las páginas 113-4, por ejemplo, se produce el siguiente diálogo entre el protagonista Mo Ying y su madre, mientras ella cocina:
"—¿Has recordado al abuelo, verdad? —preguntó el hijo.
"Ella asintió.
"—Días antes de enfermar de gravedad, releía ansioso a uno de los siete sabios de la Selva de Bambúes, el poeta Ruan Yi. Y también a los antiguos Tao Yuanming, a Li Bo, a Su Dangpo, como sabes le gustaba mucho la poesía del período comprendido entre el trescientos sesenta y cinco y el mil ciento uno."
Todo este discurso académico y lleno de cifras, brota de manera antinatural de boca de una mujer que cocina.
Tres ejemplos más de estas informaciones forzadas que destruyen la naturalidad de cualquier narración son:
"también era experto en las cinco formas de canto: el Gaoqiang, derivado del Yiyang qiang, ambos géneros específicamente timbrados, después le seguía el Kunqiang, que es el sobreviviente del Kunqu, estilo sofisticado originario de la costa, y el Huqin, desmembrado de la ópera de Pekín, muy rítmico" (19);
"leía desde los tres años, escribió a partir de los tres y medio. Su padre la había enseñado, instruyéndola con los comentarios a Los poemas canónicos o el Libro de poemas, la más antigua antología de poesía china, compuesta por trescientas cincuenta piezas líricas, compiladas en la época del 770-476 antes de nuestra era" (27);
"y extendió un volumen donde aparecían hermosos paisajes y poemas caligrafiados por el gran pintor Wang Wei, del período comprendido entre el 699 y el 759 antes de Jesucristo" (207). [Sospecho que la mención de Jesucristo muestra que copió los datos de algún manual occidental].
Por si fuera poco, Valdés piensa que puede compensar su ignorancia con la descripción de objetos, como tazas o tejidos, a los que invariablemente adjudica bordes dorados o plateados, siguiendo un cliché que termina siendo insultante para la inteligencia del lector: sorbió el té el poeta Meng Ting en la taza fileteada en dorado (13); la mujer cosía con hilos preciosos de oro y plata las cubiertas de los libros (19); iba envuelta en una seda roja bordada en hilos de oro (25); se sirvió té en una taza de porcelana dorada (32); era un chal de algodón blanco bordado en hilos plateados (37); sirvió té en dos tazas fileteadas de chispitas de diamantes (50); un chal de hilo blanco fileteado en plata (160); un vestido y un pantalón blanco bordados en plateado (183).
Lamentablemente, las tacitas fileteadas en dorado y las telas de hilos plateados no son suficientes para crear un auténtico ambiente chino. Mucho menos si después los propios chinos andan en su país con un “jabuco” (85) encima ["Jabuco" es un cubanismo que significa bolso, y que sólo se usa en la isla caribeña].
La adulteración de la atmósfera oriental llega al colmo cuando se introducen elementos de la cultura francesa. Estos elementos nunca se integran a la trama y rompen el ambiente que la autora busca sin conseguir. Suena realmente fuera de lugar este comentario en boca de un personaje chino: "Sólo aspiro a envejecer con el deseo de volver a vivir y honrar a mi hija, la única mujer de mi vida, con una vez digna de su inteligencia y de la mía. ¿Habrán leído a Li Yu? Su equivalente occidental es Moliere" (31). ¿A santo de qué tiene un chino que comparar a un dramaturgo clásico de su cultura con Moliere? Igual resulta este ejemplo: "los botones de las flores de lino y de cáñamo a punto de brotar daban la impresión de toques puntillistas en un paisaje de Georges Seurat" (43). ¿Por qué no se menciona mejor a uno de los innumerables y exquisitos pintores chinos?
También existen numerosas incongruencias sociales. El contacto entre dos novios antes de la boda era considerado en China de mal augurio y peligroso. Esta "socialización" entre dos prometidos era impensable. Sin embargo, cuando el señor Xuang va a ofrecer la mano de su hija, propone a los padres de su posible yerno —contra toda costumbre— que su hija virgen se vea a solas con el desconocido joven en otra habitación. Por si fuera poco, ella permite que el muchacho la bese en la nuca: un comportamiento inadmisible.
Mientras los jóvenes hacen de las suyas, los padres se divierten. “El señor Xuang, por su parte, se declaró autor heredero del taoísmo y acto seguido desenrolló un fajo de versos y leyó nueve páginas dedicadas al talento histriónico de Li Ying” (38).
Otra situación absurda se produce en la página 181, cuando una joven le dice al muchacho con que hubiera podido casarse:
—Yo no me casaré nunca, prefiero ser concubina o cortesana, como Hong-fu, quien en el año seiscientos se escapó con el general Li Jing, o como Zhung Wenjuin, quien se casó en contra de la voluntad de sus padres con el poeta Sima Ziangru, eso ocurrió entre los años ciento setenta y nueve y ciento diecisiete. Hoy, desde que te vi, supe que serías mi primer amor.
Además de la ostensible falsedad del diálogo cargado de cifras, en una conversación entre dos jóvenes, resulta bastante absurdo que una joven casadera prefiera el concubinato o la prostitución a otro tipo de vida. En la trama no existe razón alguna que lo justifique: se ha criado en un buen hogar, con padres que la adoran y que llegan al extremo (también inadmisible en esa cultura) de irse a dormir y dejarla a solas con el joven. Para colmo de imposibilidades, esa noche la hija ofrece su virginidad al muchacho y cuando el padre se entera, porque ella misma se lo cuenta, el viejo llama al joven y le dice que él y su esposa están al tanto de todo lo ocurrido y que quiere “agradecer el cariño y el respeto con que te has dirigido a ella” (198). Añade otras muchas idioteces, pero debo abreviar. El lector interesado puede ir a la novela.

Se hacía grandote, se hacía chiquito...:
desatinos psicológicos e imposibilidades físicas.

No hay un solo personaje en esta novela que actúe de manera coherente, de acuerdo con su edad, sexo, posición social o educación. Los comportamientos y acciones siguen caminos erráticos e inexplicables, como es el caso de una niña de 4 años que se escapa de su casa y llega a una encrucijada. “El sendero la condujo a una faja de agua irregular que fue transformándose en riachuelo, y el riachuelo en el vertiginoso Yang-tse-Kiang” (97). A juzgar por la redacción, la niña parece caminar centenares de millas en un instante, que la llevan del nacimiento del riachuelo hasta el curso ancho de uno de los ríos más caudalosos del mundo.
La inverosimilitud no termina ahí. Esta niña prodigio tiene un vocabulario que ya quisieran muchos adultos. Cuando la pequeña (¿deberíamos llamarla Supergirl?) se pone a conversar con el río, le dice: “Enséñame, río, tú podrás iniciarme en el aprendizaje de flotar [...] Mi padre tuvo que irse muy lejos, a buscar trabajo. No poseo muchos recuerdos de él, pero puedo escuchar su canto. Tío Bu Tah trajo un aparato que guarda su voz adentro, y cuando mamá le da vueltas a una manigueta, su canto sale de un caracol inmenso. Me emociona la voz de mi padre cuando interpretaba poemas viejos”(98). Un poco más adelante, en un diálogo con un perro, esta criatura de 4 años dice: “Pero si me vuelvo sorda, no podría escuchar jamás las voces de mis seres queridos, ni la música. Ni los sonidos agradables de la vida...” (101).
En general, no hay consistencia en el retrato de los personajes. En la página 131, el maestro alaba las cualidades de Mo Ying ante su madre, entre ellas, “su carácter extravertido”(sic). Y en la página siguiente, continuando con sus elogios, dice que “su carácter reservado es una de sus mejores cartas de presentación” (132). Más adelante, en la página 133, el maestro dice “jamás pierde la cabeza” y dos líneas más abajo: “reacciona y después reflexiona”. ¿En qué quedamos? ¿Es reflexivo o impulsivo? ¿Es extrovertido o introvertido?
Otro disparate ocurre cuando el personaje de Mo Ying, que ya es un anciano de cien años, ha dejado de hablar y se comunica escribiendo. En el capítulo 33, en medio de una partida de dominó, se dice que uno de los asistentes confunde fechas o sucesos, a lo cual el anciano responde con la siguiente parrafada que “anotaba en un cartoncito”:
“Parece mentira que hayas olvidado semejante suceso, la estancia del escritor Eça de Queiróz en La Habana, como embajador de Portugal. A él le debemos mucho: gracias a su gestión se conoció la realidad apabullante de los contratados, fue el único que se atrevió a denunciar la situación horrorosa a que se hallaban sometidos los asiáticos en este país. Toda la esclavitud es onerosa, pero con los chinos se ensañaron, figúrense, no eran mejores que los negros en el corte de caña. Y eso que, entre 1848 y 1874 fueron vendidos en La Habana nada más y nada menos que la pavorosa cifra de ciento veinticuatro mil seiscientos setenta y tres chinos. Sin contar los clandestinos, en total, podrían ser unos ciento cincuenta mil. La protesta del escritor lusitano trajo como consecuencia el tratado de 1877 entre España y China, que no resolvió mucho, ya que eliminó la contratación legal”(312).
Como diría mi tío, agárrate de la brocha que me llevo la escalera.
Si resulta absurdo que un chino de cien años, enfrascado en un juego de dominó, se ponga a escribir tamaña disertación histórica en un “cartoncito”, peor aún resulta que cite cifras tan precisas del número de esclavos chinos vendidos, como si se tratara de un personaje autista. Por si fuera poco, la autora comete una pifia de calibre cuando el anciano le recrimina al otro que haya olvidado la estancia del escritor portugués, como si ambos hubieran vivido el suceso. Queiroz inició su gestión diplomática en la isla en 1872 y se retiró poco después. Parece que a Valdés se le olvidó que su personaje no llegó a La Habana hasta la década de 1920. Pero no podemos pedirle más a quien publica novelas de 400 páginas con pocos meses de diferencia, como si se tratara de salchichas.
Otro caso de "autismo" se produce en la página 53. Después que un personaje emplea casi dos páginas en contarle a otro cómo crió a su hija:
Un inmenso y perturbador silencio abochornó la tarde, interrumpido por el señor Ying.
—¿Se da cuenta? ¡Aproximadamente cuatrocientas seis palabras acaba de emplear usted en contarnos esa triste anécdota! Ha conseguido echarme a perder el día.
¿Cómo puede alguien contar al vuelo, en medio de un discurso, el número de palabras que ha empleado su interlocutor? Y ya que va a mencionar una cifra tan específica, ¿por qué calificarla diciendo que se trata de “aproximadamente” 406 palabras? Todo resulta absurdo, de principio a fin.

Situaciones y diálogos grotescos.

Otros antes que yo han señalado el grado de ridiculez que pueden alcanzar ciertas escenas en las novelas de esta autora. En La eternidad del instante hay un buen récord de ellas, pero sólo citaré algunas. En la página 45, Mei y Li Ying hacen el amor:
La penetró suavemente, Mei suspiró en un quejido hondo.
—Yo soy el Yin y tú, el Yang. Sol y luna, luz y sombra, la montaña y el río. Las raíces del cielo y de la tierra. Todo y nada.
El hombre tarareó por lo bajo y, entusiasmado, se puso a entonar una ópera(45).
Otra escena digna de ser citada: "Xue Ying huyó al patio, casi corría, daba pequeños y cómicos saltitos, entre sus dientes mordía la punta de la blusa, así experimentaba su contento". (75).
También cuando nace un bebé:
La señora Ying daba saltitos sobre las puntas de sus diminutos pies, palmoteaba de alegría como si bailara embrujada, imbuida por cantos tribales.
—¡La vida será para él un inmenso tesoro! —comentó a grito pelado [...]
—Audaz, encantador, lúdico, abierto... ¡Aventurero! —exclamó el señor Xuang.
—Demasiado irritable por momentos —señaló como defecto el señor Ying.
—Lógico, marido mío, será fácilmente emotivo, vibrante en sus acciones. Sin embargo, elocuente hasta una cierta edad [...] Vigilará atentamente sus palabras, planificará exhaustivamente los extensos períodos de silencio (51-2).
Al margen de la tonta imagen de una anciana que salta y palmotea como un personaje de comics mientras chilla sandeces, me gustaría saber cómo es posible que un par de abuelos pueda deducir tantas cosas, con sólo escuchar los berridos de un recién nacido. También quisiera que alguien me tradujera al español la frase: “planificará exhaustivamente los extensos períodos de silencio”.

Contradicciones en la trama.

El resultado de trabajar a toda carrera y con un desorden absoluto, con tal de añadir un título más a su currículum, ha sido fatal para Valdés. En la página 125, Mo Ying es un médico masajista que trabaja en su oficio en medio de una nube de vapor y que incluso es llamado para resucitar a un hombre que no respira y al cual finalmente salva. Cinco páginas después, sin que se haya producido ningún cambio en sus condiciones de vida, Mo Ying piensa que “aguardar agazapado toda una noche para a la mañana siguiente ser el primero en una larga cola y así conseguir ser contratado en tareas pobremente remuneradas” no es una acción que represente “un apoyo consistente para los suyos” (130). ¿En qué quedamos? ¿No era un médico que trabajaba en una sauna? ¿Por qué ahora parece en una cola de desempleados que buscan trabajo?
Cuando Li Ying es asaltado, alguien deja su cuerpo inconsciente en la bodega de un barco. Finalmente lo encuentran, pero nadie sabe quién es. Entonces llaman a un médico francés que viaja a bordo para que lo atienda:
El médico registró entre los cabellos enmarañados y ensangrentados del desconocido, comprobó que de un tirón de pelo le habían dejado una tonsura, desde la cual se había delineado hacia la frente una supurante cicatriz.
—De un desgarrón le privaron de una gruesa trenza o de un rabo de mula. Tenía los cabellos muy abundantes y largos, muy sedosos. Sí, no cabe duda es un hombre de buena familia. (138-39)
¿De dónde saca el médico, con sólo observar la herida del cuero cabelludo, que el hombre había tenido un pelo muy largo y que era un hombre de buena familia?
Después encuentran que lleva una trenza oculta entre sus ropas. El médico la huele y dictamina:
—Pelo de mujer perfumado con galán de noche, gardenia, azucenas blancas. De una mujer culta y hermosa (139).
Supongamos que este médico tiene el olfato de Sherlock Holmes y puede distinguir de sopetón todos estos aromas. Pero ¿cómo logra adivinar, oliendo un trozo de trenza, que su dueña es culta o que tiene hermosas facciones?
Lo peor ocurre en la página 205, cuando un sujeto a quien conoce el hijo de Li Ying, le confiesa “Corté la trenza de tu padre y la envolví en un chal blanco”. Antes se nos había dicho que la trenza le había sido arrancada, dejándole una supurante cicatriz. Una vez más, ¿en qué quedamos?

Disparates ecológicos:
el caso de los animales prodigio o la influencia nefasta de Hollywood.

En la página 70, Mo Ying se ha ido a vivir con su maestro a los alrededores de la montaña Leshan que, al menos en mi planisferio, está situada bien al centro de China, en una zona bastante fría. El niño que deambula por el bosque, “juraba que los galápagos sonreían”. Hay un ligero problema con esta escena: en China no hay galápagos, como no sea que vaya a verlos a un zoológico. Las tortugas galápagos son animales de agua salada que habitan en las Islas Galápagos y en la costa occidental de Ecuador, bien cerca de mares cálidos, y no en medio de las montañas frías de China, situadas a cientos de kilómetros del océano.
Hallamos otras dos perlas en este parrafito. ¿Recuerdan a la pequeña Supergirl de 4 años que se había escapado de su casa y recorría en breves instantes centenares de millas, siguiendo el curso del Yang-tsé? Pues en su periplo por el río, la niña se encuentra con un perro que parece émulo de Rin-Tin-Tin (el can hollywoodense de los años 50) y que le enseña a flotar y a nadar, tomándola de la mano y haciéndola apoyarse sobre su lomo para luego soltarla poco a poco. No puedo transcribir toda la escenita por razones de espacio, pero si quieren reírse (o indignarse, porque imagino que no todos los lectores tienen mi sentido del humor), búsquenla en las páginas 98-100.
Mientras la niña-prodigio bucea, descubre un raro animal entre unas rocas. El texto nos dice que “acababa de conocer al manatí, pero aún no sabía nombrarlo” (101). Lamento tener que informar que no existen manatíes en el río Yang-tsé. Ni siquiera los hay en China. ¿Será que la autora confundió al manatí con el dugongo, que es primo lejano del manatí? Es posible. Pero se trata de especies distintas, con muchos detalles en su morfología y habitat que las diferencian. Y aunque la autora se hubiera referido al dugongo asiático, tampoco habría sido factible el encuentro porque el hábitat de esas criaturas es el agua salada. La especie Dugong dugon habita en las zonas costeras y bajas del océano Indo-Pacífico, por lo que jamás se le hallará en los ríos interiores de un continente. Así es que no hay modo de salvar la escena.
Abusando de la paciencia del lector, me permito mostrarle una última joya. En la página 130, leemos: “Su mente quedó en blanco ante la majestuosidad de la ceiba, el árbol sagrado de Cuba que atraviesa el mundo con sus raíces y renace en China. Cerró los ojos, aspiró el perfume floral.”
Qusiera hacer una aclaración sobre el árbol sagrado de Cuba. La Ceiba pentandra, que es la especie cubana a que se refiere la autora, no existe en Asia. Pero démosle la consabida licencia y pensemos que la ceiba cubana apareció allí de manera más o menos fantástica. De cualquier manera, el olor de sus flores deja mucho que desear. Las flores de la especie cubana tienen un olor bastante desagradable que incluso algunos manuales califican de apestoso, si se me perdona la expresión. Así es que de perfume, nada.

Esclavos cubanos en la época del Foxtrot:
desatinos históricos y científicos.

Algunos de los mayores desaciertos de la autora se producen cada vez que intenta nombrar o describir escenas relacionadas con la medicina o las ciencias. Ya en su artículo sobre Lobas de mar, por ejemplo, Nuncio Hernández señalaba que un personaje del año 1690 mencionaba la palabra virus en una época en que nadie tenía la menor idea de su existencia.
En La eternidad del instante, los errores de esta índole continúan. Permítanme citar un fragmento algo extenso:
Meng Ting enseñó a su discípulo a adivinar, o mejor, a descubrir la enfermedad observando un buen rato la lengua y el tinte en la mácula de los ojos del paciente, también lo entrenó en el arte y la precisión científica de cómo curar a los enfermos sólo manipulándoles el pulso con el pulgar y el índice.
Mo Ying bebió en el conocimiento de su maestro y se hizo experto en el secreto de las plantas, de los minerales, de las piedras. En pocos meses logró convertirse en el mejor cómplice de la naturaleza, y mutuamente se aconsejaban en los métodos que debían ser utilizados para alargar la vida de un moribundo. El joven aprendiz aseguraba que podía mantener un diálogo enriquecedor con las yerbas, los animales, los ríos, los caracoles...
También devino un gran conocedor de su propio cuerpo, de sí mismo. Controlaba su pensamiento como nadie, podía estirar la piel y el esqueleto, sucumbir ante el traquear de sus huesos y acariciar una estrella (69-70).
Vayamos por partes, porque la acumulación de disparates aquí supera cualquier posible récord de la propia autora. Este maestro debe ser el peor médico chino de la historia. En primer lugar, la mácula se encuentra en el fondo del ojo, muy cerca del nervio óptico. Por tanto, resulta imposible verla en un paciente, a menos que le perforemos un ojo. Lo que los médicos pueden examinar en un paciente, sin dañarlo, es el iris, que presenta variaciones de color y pigmentación. O, en todo caso, la esclerótica, que es la región más clara y ligeramente azulada, que rodea el iris.
Por otra parte, la medicina china cuenta con métodos alternativos que hoy son bien conocidos en Occidente, pero ninguno de ellos cura manipulando el pulso con los dedos. Sospechamos que la autora ha confundido las cosas, y pensó que la digitopuntura consistía en la manipulación del pulso.
No quisiera detenerme mucho en la caricaturesca expresión “diálogo enriquecedor con las yerbas, los animales,” etc.; ni en la absurda imagen de un muchacho que “podía estirar la piel y el esqueleto”. Podríamos pensar que, dada su constante confusión de culturas, la autora pudiera estar refiriéndose al yoga de los hindúes por aquello de “estirar el esqueleto” (una descripción bastante desafortunada, por cierto), pero no conocemos de ninguna disciplina que busque estirar la piel.
Por último Valdés menciona que, entre los conocimientos adquiridos, el joven podía “sucumbir ante el traquear de sus huesos”. No tenemos la menor idea de lo que ha querido decir con esto.
Otro encontronazo con la ciencia ocurre más adelante, en la página 185, donde dice que “Paulina padecía de esquizofrenia, paranoia y psicosis o doble personalidad” (185). Por lo visto, Valdés tampoco tiene la menor idea de lo que es una psicosis, ya que la equipara con la “doble personalidad”. Menos aún sabe cómo funcionan las enfermedades mentales, puesto que adjudica a la misma persona todas las mencionadas.
Un elemento fundamental de la cultura china son sus creencias filosóficas. La autora relaciona actitudes occidentales, o que pertenecen a otras culturas, con la vida cotidiana de personajes budistas. En un párrafo que se hace eco de las reflexiones de uno de ellos, se da “gracias a Dios” (29) cuando ningún budista haría una invocación así. Los budistas nunca dan gracias a Dios, ni le ruegan a Dios, ni cosa que se le parezca. El budismo no es una religión en el sentido occidental del término, y tampoco menciona a Dios alguno en quien se deba creer. Así es que esa frase pertenece a una cultura diferente.
A mitad de novela, la autora parece a punto de enmendar el desatino cuando dice: “Mo Ying vio los cielos abiertos, aunque ésa no haya sido la frase exacta que sobrevoló su mente, dado que su religión no era la católica y que el budismo es más creencia que religión” (244). Pero el enmiendo queda a medias. Valdés desconoce o maneja mal el significado de muchas palabras (como veremos luego en detalle) y es incapaz de expresarse con coherencia. Toda religión es una creencia. Decir que "el budismo es más creencia que religión" no tiene el menor sentido. Suponemos que quiso decir “el budismo es más filosofía que religión”, pero vaya usted a saber.
Más adelante el anciano, que vive en Cuba, entra a escondidas en una iglesia para ver a su nieta. La familia lo descubre, y él, que se siente “molesto por haber llamado la atención, sólo pedía a Dios el poder de evaporarse, de hacerse invisible”. No es que el anciano se haya vuelto cristiano, sino que la autora vuelve a olvidar (o a ignorar) este detalle.
La Historia tampoco es uno de los puntos fuertes de Valdés. Antes bien, debería huir de la novela histórica (o con pretenciones históricas) como si se tratara del mismísimo demonio. Esta autora suele confundir tiempos y culturas. En La eternidad del instante encontramos que un maestro y su discípulo, quienes se ha retirado a la soledad de una montaña en el centro de China, dibujan “jeroglíficos en extensos papiros” (69). Amén de que confunde la escritura china con la del Antiguo Egipto, hay que recordar que los chinos fueron los inventores del papel que hoy usamos. Muestras del mismo se han encontrado en tumbas que datan del segundo siglo antes de Cristo. En cualquier caso, un cronista chino ya describía el método moderno de hacer papel en el año 105 de nuestra era. Así es que los personajes de Valdés no tenían necesidad de escribir en papiros, especialmente en fecha tan reciente como 1914.
En la página 205-6, un pescador informa a Mo Ying, quien se dirige a Cuba en busca de su padre: “Encargué a un enganchador, de los que trafican con los campesinos y los venden luego como esclavos, que se ocupara de tu padre en cuanto éste se recuperara. En Cuba se necesitan braceros y los terratenientes ya no quieren más esclavitud negra, quieren blanquear, en este caso amarillear, la población. No, no te inquietes, me aseguré de que no lo revendieran como esclavo”. El problema de esta escena es que ocurre en la década de 1920, cuando ya hacía muchos años que no había esclavitud en la isla, ni china, ni negra, ni de ningún otro tipo.
Por último mencionaremos que en la página 81 se dice: “En Shanghai los hombres de negocios veneraban unos edificios que para él resultaban portentosos y horribles; los llamaban rascacielos" (81). Pero la escena ocurre en 1919, cuando no existían rascacielos en Shanghai. Los primeros comenzaron a construirse en la década de 1930.

Problemas de forma

Lo menos que uno podría pedir a cualquier escritor es que maneje su idioma con cierta coherencia. No estoy hablando siquiera de estilo, de vuelo imaginativo, y de todas esas pericias que los verdaderos escritores convierten en arte. Me refiero, sencillamente, al uso más elemental de la lengua. Con La eternidad del instante, Zoé Valdés ratifica que ni siquiera sabe manipular las herramientas más simples con las que se construye el edificio de nuestro idioma.

Verbos de horror y misterio.

En el terreno verbal, es evidente que a menudo Valdés ignora lo que significan o no se toma el trabajo de abrir un diccionario para averiguar si los está usando bien. Muchas veces emplea un verbo en lugar de otro, o lo inventa, como si estuviera tan apurada por terminar el libro que no pudiera detenerse a pensar un instante en lo que está escribiendo. Estos son algunos ejemplos: salivó sus palabras (139); la pequeña enlazó el cuello del anciano (160). [No es que haya querido ahorcar al infeliz abuelo; sólo quiso abrazarlo]; hizo un esfuerzo mental e intentó arbolar un círculo, después un triángulo (141); su verdadero sufrimiento constituía en la pérdida de su esposa (149); el anciano desentumeció las piernas, dio unos pasitos por el lugar reguindado del brazo a Gina (155) [El verbo “reguindar” es un barbarismo. Pero si fuera a usarlo, sería “reguindado del brazo de Gina”, o “reguindado al brazo de Gina”. En ningún caso, como aparece); así consiguió liberarle la cabeza atrabancada entre los barrotes mohosos (160) [Atrabancar significa: pasar, salir apresuradamente; llenar. Atrabancar, como sinónimo del verbo trabar o atascar, es barbarismo que sólo usan en Cuba personas muy incultas]; los ojos humedecidos voltearon sus pupilas (219); sus ojos empañados vidriaban (219).
Un aparte merece el verbo “comunicar”. En la página 38, se lee: “¿Y si jugáramos al mahjong? —invitó el señor Xuang—. Sin dinero, claro. Cuestión de entretenernos, mientras ellos intentan comunicar.”
La frase suena trunca, porque el verbo “comunicar” se queda sin su estructura sintáctica complementaria. Lo correcto debió ser “comunicarse”, pues se está refiriendo a dos jóvenes solteros que se encuentran a solas en una habitación contigua. Uno no "comunica" a secas, a menos que se trate de comunicar un estado de ánimo, un mensaje o una señal. Entre dos sujetos, la sintaxis del verbo requiere un complemento. Este mismo problema se repite varias veces: “presiento que se halla a salvo, pero le es imposible comunicar con nosotros” (115); “no padece ningún problema que le impida comunicar a través del habla” (239-40); “Lola y yo comunicamos sin que nadie tenga que mediar” (276); “desde entonces comunicó con todo el mundo” (284).

Adjetivos, adverbios y partículas extrañas.

En este acápite, los errores van de los barbarismos a los galicismos, pasando por los vulgarismos, e incluso llegando al vocablo inexistente. Muchas veces, sólo es posible enterarse de lo que la autora quiso decir por el contexto. Algunos ejemplos: probablemente sólo los artesanos y los intelectuales no se den demasiada cuenta todavía (63) [uno se da cuenta o no se da cuenta de algo; “darse demasiada cuenta” es un barbarismo absurdo); besó la piel perfumada a la canela (73); ¿por qué llevas pañuelo a la cabeza, querida esposa? (79); se ajetreó apresurado (125) [Le sobra ese “se” porque no se refiere a sí mismo, sino a algo que está haciendo]; de otro lado, no teme colocarse al borde del abismo (132) [en vez de “por otro lado”]; carraspeó acentuado (150); en eso lo sacudió un espantoso llanto de un niño (158); la mujer desapareció intrincada en la maleza (170); pespunteó la tierra con los dedos apelluncados de sus minúsculos pies (197) [la palabra subrayada no existe. Tal vez quiso decir apeñuscado, del verbo apeñuscar: apiñar, agrupar, amontonar].

Puntuación arbitraria

En La eternidad del instante, apenas existe una página donde no haya signos de puntuación mal usados. Sólo señalaremos tres de estos ejemplos, que pueden hallarse con sólo abrir el libro al azar. Las comas faltan o están usadas en lugar de los puntos. Y los puntos aparecen interrumpiendo una oración o una idea de manera arbitraria:
Pero era inevitable; la mujer lo comentó en voz alta con su marido, la vida es así, cuando un hijo se enamora los padres se ponen muy nerviosos. (23)
una mesa redonda, sobre la que había un portasable con un magnífico sable antiguo, barnizado en negro y rojo, con un cordón dorado también dos taburetes cuyos fondos y respaldares estaban forrados en piel de chivo... (148)
El cuarto donde vivía Maximiliano colindaba con un ojo de patio. Situado en el sótano. Encima había un edificio de seis pisos, un apartamento por piso. (148)

Construcción confusa o extraña

A veces las lagunas idiomáticas provocan imágenes tan retorcidas que su sentido se vuelve totalmente delirante. Quien no sabe usar las partículas más elementales del lenguaje, tarde o temprano termina por expresarse en un verdadero galimatías, como ocurre en los siguientes ejemplos: colocó la mente en la posición del cuerpo (20); la voz de Mei atravesó los tejidos, los músculos. Instalada en las entrañas del señor Xuang, multiplicó su potencia e hizo eco en el pulmón izquierdo del hombre (34); los jóvenes se hallaban sentados frente a frente, las pupilas húmedas del uno fijas en el otro, el entorno devino invisible por entero, borrados los muebles, las paredes, el techo, desaparecido todo lo que estaba detrás de todo eso (39); aquel día el anciano cumplía cien años postrado en un camastro desvencijado (147) [a juzgar por lo que sigue, no es que el anciano lleve cien años en esa cama, sino que cumplía cien años mientras estaba en su lecho]; aquella noche Lola se negó a cenar con la boca apretada (162) [supongo que quiso decir: Aquella noche, con la boca apretada, Lola se negó a cenar]; a tal punto consiguió dulcificar a mi madre que ella se puso blanda y penetrante (181); al mismo tiempo ofrendaban unos violines en honor de Cachita, la Virgen de la Caridad del Cobre (179) [imagino que quiso decir que los asistentes ofrecían unas melodías tocadas con violín, en honor a la virgen, porque a ésta no se le ofrendan violines ni ningún tipo de instrumento musical].

Delirium tremens o la incoherencia ya pasa de castaño oscuro.

Si el lector creyó que hasta aquí llegaba el disparate, se equivoca. Los cubanos tenemos un término para describir los ejemplos que mostraré a continuación: redacción “macarrónica”. No sé si el adjetivo se usará en otros países. Decimos macarrónico para referirnos a alguien que escribe sin ton ni son, en una longaniza de palabras inconexas o cuyo significado se vuelve ininteligible. He aquí algunas muestras:
--> excitaba las terminaciones de sus nervios por encima de su desnudez (43).
--> aunque los monjes ya no podían comprar sus obras, les enviaban consumidores extranjeros que se interesaban en el incomprensible, aunque incomparable para ellos, fabuloso trazo chino y en el tejido original, no en el fabricado por las industrias inglesas, europeas y americanas (62) [Además del rompecabezas que representa la frase, es absurdo enumerar las industrias inglesas como una categoría aparte de las europeas, como si Inglaterra no estuviera en Europa].
-->colocaba la punta de la lengua en el paladar y de ahí la deslizaba hacia la cavidad situada encima del corazón (71).
--> respetaba el silencio, el resto era puro galimatías de soberbias (71).
--> Li Ying argumentaba que, en caso de que se viera doblegado ante el pensamiento y la cultura extranjera, antes de hacerlo en su propio país, lo cual resultaba sumamente vejatorio y doloroso para él y para muchos que pensaban como él pero que no se atrevían a expresarlo, prefería descubrir por sí mismo otras culturas, las auténticas y no las pasadas por agua, traficadas y filtradas por el afán consumista, netamente comercial, de la importación (78).
--> había firmado un papel, una especie de contrato, que contenía frases demasiado enrevesadas para su escaso conocimiento de la jerga técnica de un cierto y sospechoso sindicalismo, francmasonería o mafia (83).
--> expresará claramente sus deseos, aunque no se siente seducido en absoluto por lo material. Es, por excelencia, un abarcador de presentimientos (133)
--> no concebía la idea de que su cuerpo, y menos su mente, abordaran la última fatiga (147).
Le ruego al lector que tome aire y trate de no marearse mucho, porque la cosa no termina aquí. Dentro de la incoherencia, el caso de las oraciones sin verbo es uno de los peores. La idea que comienza no llega a ninguna parte, y el lector se queda literalmente colgado del aire.
En la página 67, dice: “Después de varias semanas de aciago viaje, lluvia, lodo, noches de mucho vapor o, por el contrario, algunas demasiado frías. Finalmente encontraron un ancho claro en medio de un bosque bastante llano...” Como se ve, la frase que inicia el párrafo jamás llega a convertirse en oración. Nunca sabemos qué quiso decir.
Más tarde, en la página 78, se lee: “En una ruta a la inversa a la gloriosa y exitosa ruta de la seda, denominada así a finales del siglo XIX por el geógrafo alemán Ferdinand von Richtoffen. En busca de una especie de seda negra y líquida, a la que los viajeros, cada vez más numerosos y ambiciosos de un rico porvenir, llamaron petróleo.” Y ahí termina todo. Ambas oraciones quedan incompletas, sin los correspondientes verbos y sintagmas verbales que nos hubieran permitido saber adónde se dirigían ambas.

Otros casos de redacción elemental.

Un cirujano debe estar al día de los últimos adelantos en la medicina. También debe repasar constantemente sus conocimientos, so pena de olvidar ciertas cosas y terminar matando a un paciente. Lo mismo ocurre con el lenguaje. La autora de un texto como La eternidad del instante puede convertirse en una verdadera asesina en serie cuando olvida los elementos esenciales de su uso.
Reglas de ortografía: En la página 313, leemos: “la partida de dominó terminaba como la fiesta del güatao”. La autora olvida que El Guatao debe escribirse con mayúscula, porque es un pueblo cercano a La Habana donde se produjo aquella fiesta memorable para todo nativo de la isla y que terminó a puñetazo limpio. Peor aun, olvidó que la sílaba “gua” no lleva diéresis en nuestra lengua.
Galicismos: Los galicismos en la sintaxis campean: ya no era más él (20) [Corrección: ya no era él]; algún día no existirá más todo este tesoro [Corrección: algún día ya no existirá este tesoro]; cuando usted no esté más (241) [Corrección: cuando usted ya no esté].
Concordancia: La concordancia sujeto/verbo es un instrumento elemental del lenguaje. Ahí van un par de perlas: La pareja aplaudió entusiasmada, agradecidos por encima de todo de que un poeta de su talla... (38) [ en vez de agradecida]; los días y las noches siguientes fueron todas idénticas (139) [en vez de todos idénticos]; cuando alguien cruzaba el umbral evitaban todas las enfermedades que amenazaban con brotar en el cuerpo (179) [en vez de evitaba].

Problemas de estilo

Todo escritor posee un elemento estilístico que lo distingue de otro. La originalidad, la elegancia o la fuerza con que logra dibujar las imágenes son parte ineludible de su oficio. Usar lugares comunes, muletillas repetitivas o descripciones pedestres son vicios estilísticos imperdonables en cualquier autor que se respete, pero Valdés parece haber hecho una recopilación de lo peor en este sentido.

I- Clichés a lo Corín Tellado

Las novelitas rosas (como las telenovelas) están llenas de lugares comunes y frases ridículas. Los ejemplos de esta clase abundan en la novela: la marmórea blancura de la nieve (27); exhaló un delicado suspiro (37); hombro ambarino (45); graciosa mesita (52); graciosa oreja (80); ambos rieron a mandíbula batiente (120); los pulposos y encarnados labios (197).
En los diálogos también hallamos perlas como: No le guardo rencor a nuestro padre, te equivocas, pero su partida me ha provocado un desgarramiento cuya herida no cerrará jamás (93). O esta otra: preguntó sin titubeos, imbuido por el veneno de la sospecha que su hermana había inoculado en él (116).

II- Muletillas

Y llegamos a los famosos “o sea” que ya Nuncio Hernández había señalado en su famoso artículo “Lobas de mar, o sea, hablando boberías”. En La eternidad del instante la autora insiste en usarlos nuevamente a destajo. Y aunque esos “o sea” deben ir custodiados por comas delante y atrás, la autora siempre olvida colocar la segunda: en el papel de dan, o sea de mujer (17); el padre de Li Ying, o sea su abuelo (62); no le parecía justo pedir dinero a algún enfermo pobre, ni a las prostitutas, menos a los ancianos pobres, o sea que se dedicó a curar gratis (106); de seguro lo hubiéramos encontrado de todos modos, pero por la peste, o sea muerto y bien podrido (138); la mujer acababa de descubrir que el marido la traicionaba, o sea que desperdiciaba dinero en la manutención de la querida (157); los hijos de la negra Domitila Milagros de la Caridad, iniciaban un escandaloso bembé en honor de Changó, o sea de Santa Bárbara (179); los tarreaban como locos, o sea les ponían los cuernos (215); creo que has pillado a la persona indicada, la que te salvará el pellejo. O sea, yo (216); Rosario Piedad Magnolia Primitiva de la Rencarnación Sarmientos de Fong, la madrestra, o sea la esposa de Mario Fong (285); los casó su amigo, o sea su hijo (296).
Otra muletilla bastante común es “justo”. Algunos ejemplos: aunque se hallaba todavía a considerable distancia de la cocina, justo en el saloncito circular (113); Mei Ying se volteó, la mirada interrogante, justo cuando el hijo (113); y ella, o él, se dicen justo lo que ambos necesitaban escuchar (116); hacían una sola comida diaria, justo a las once de la mañana (199); se cayó justo de un banquito (213); para que el chino se desplomara justo en el fondo (253); compren justo las necesarias (269); uno en la mejilla, justo al lado de la aleta derecha (272); dijo que ahí se hallaba el escondite de todas sus riquezas, justodonde antes estaba situado el pesebre (300).

III- Uso infantil de los signos de exclamación

El uso indiscriminado de la exclamación asemeja cualquier texto a esas composiciones que solíamos escribir cuando éramos niños y que terminaban en frases como: ¡Qué feliz pasé mis vacaciones! Parece que la autora --que no pudo terminar nunca una carrera universitaria, quizás por mal aprovechamiento académico desde la primaria-- se quedó en esa primera fase de las composiciones infantiles. No voy a aburrir al lector con muchos ejemplos. Sólo mostraré la perla de cultivo que aparece en la página 33:
—¡Oh, hija, tengo una excelente noticia que darte! ¡El gran Li Ying desea conocerte! ¡Anoche te vio y se quedó prendado de ti! ¡Su padre ha estado informándose sobre nosotros! ¡Su padre, un editor, un gran poeta! Figúrate, son una familia de muy buena posición. ¡Poseen un teatro! ¡Es una modesta pagoda, donada por los monjes, convertida en teatro! ¡Pero pagoda al fin y al cabo! ¡Viven de las rentas del abuelo paterno, de los bordados de la madre y los libros editados por el padre se venden muy bien! ¡Pueden darse el lujo de sentarse a escuchar poesía! ¡Tendré un yerno honorable!
Sin comentarios.

IV- Repeticiones.

La repetición de palabras dentro de una misma oración o en sus cercanías inmediatas es uno de los elementos que distingue a un escritor profesional de otro aficionado. Con un pequeñísimo esfuerzo, con una revisión muy somera, se hubieran podido evitar tantos duplicados. Aquí van tres ejemplos:

a partir de esos minutos, podía despreocuparse un poco de su pequeña, aunque no del todo:
—Nunca se desentiende uno del todo de los hijos —susurró (34).

la grave resonancia huía hacia la noche y resonaba(135).

—¿Por qué no hablas en chino? —Oyó preguntar al capitán del barco.
—Por la sencilla razón de que no sé una palabra de chino —respondió el médico incómodo.
—Un médico debería conocer el chino... —criticó el capitán—. En fin, tenemos muchos chinos en el barco... (142)

V- De cómo la pobreza de recursos es capaz de provocar una epilepsia colectiva.

En la narrativa de Valdés, la falta de recursos se traduce en la repetición de las mismas imágenes. Una de sus preferidas se relaciona --vaya usted a saber por qué razón-- con los ojos en blanco. Los protagonistas --no importa si están furiosos, asustados, haciendo el amor o fumando-- siempre se quedan con los ojos en blanco o "revirados", para usar el elegante verbo de la autora. La infeliz imagen produce la sensación de que estamos leyendo una novela sobre epilépticos: su esposa le reviró los ojos en señal de desaprobación (39); con los ojos virados en blanco, gimió en un orgasmo duradero (47); esperó asustada de escuchar alguna noticia desagradable, los ojos virados en blanco (115); el anciano suspiró hondo y viró los ojos en blanco, descontento (152); inquirió con los ojos volteados en blanco (189); chupaba la pipa con los ojos entrecerrados, virados en blanco (195); prefería quedarse más tiempo con el anciano, leer sus historias, observarlo fumar con los ojos virados en blanco (261); Bárbara Buttler resopló y reviró los ojos en blanco (265); vidriaba el blanco de los ojos (267); sus ojos virados en blanco, escudriñaban de reojo el cielo (330).

Un caso de conciencia

Quiero cerrar mi breve exposición (y digo breve, porque es sólo la tercera parte de lo que he encontrado en el texto) con una reflexión personal. Es imposible esperar que una novela de casi 400 páginas, que al parecer fue escrita y revisada en el espacio de pocos meses, pueda convertirse en buena literatura, especialmente si su autora posee tamañas lagunas culturales y lingüísticas. No importa cuán buena agencia la cobije o le consiga los premios más cotizados del habla española; no importa que los intereses mercantiles de ciertas editoriales le permitan publicar una piltrafa literaria tras otra. Lo que ha quedado para la historia es suficiente para que pueda pronosticarse que sus obras terminarán en el olvido.
La razón por la que esta autora ha conseguido cierto éxito de ventas es sabida: el uso de un vocabulario soez y vulgar (que también existe en La eternidad del instante, aunque no me haya referido a él), y el regodeo de escenas casi escatológicas que pueden despertar el morbo en cierto tipo de lectores. Pasada la primera impresión, y en vista de que las ventas han ido bajando de novela en novela, la actividad política ha resultado un método más seguro para ganarse un espacio en la prensa.
Reconozco y alabo los esfuerzos de quienes condenan las injusticias que sufren mis compatriotas, pero no caeré en el error de confundir la gimnasia con la magnesia. Un activista político es una cosa, y un escritor es otra. No creo que la promoción de un autor tenga que depender de la prensa que consigue gracias a entrevistas donde ataca determinado sistema político.
Aunque no me agrada mucho exponer los desaciertos artísticos de alguien cuyas ideas políticas comparto, creo que como lector y como cubano cometería un crimen si defendiera, como literatura digna de mi país, la obra de un autor que resulta un bochorno para la cultura de una tierra que ha dado plumas como José Martí, Alejo Carpentier, Eliseo Diego o Reinaldo Arenas.
Algunos seres humanos cometen el error de confundir ideas con personajes, y personajes con países. Cuba no son sus gobernantes. De igual manera, criticar a un autor no significa que estemos atacando ciertas ideas políticas. Creo que esta confusión ha llevado a algunos coterráneos a una posición algo esquizofrénica. Estamos tan deseosos de escuchar que la prensa internacional se haga eco de nuestras ideas que no nos atrevemos a criticar los desaciertos literarios de quien logra llegar a esa prensa, por temor a que nos califiquen de malos patriotas o algo por el estilo. He oído a más de un cubano hablar horrores de los libros de Valdés en privado, y luego callar discretamente o evadir responder lo que piensa de ellos en público.
Personalmente me parece que pasar por alto ciertos delitos de lesa literatura, sólo por el hecho de que quien los comete es un cubano cuyas ideas políticas coinciden más o menos con las nuestras, es un grave error. Creo que la cubanía no debe defenderse sólo con el corazón, sino también con la inteligencia.

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