EL SOLIPSISMO ES NUESTRA TRAGICOMEDIA

Heriberto Yepez

I


El solipsismo es nuestra tragicomedia. Un hombre es un ser enclaustrado en su propio mundo. Cada hombre es el tiempo y es el espacio. Así pensaba Leibniz y así pensaban los huicholes. Nadie puede salir de su propio tiempo ni su propio espacio. A nadie nos está permitida la otredad. Sabemos que existe, del otro lado de la realidad, pero la otra orilla es inalcanzable. Y es que es imposible invadir otra vida. Permaneceremos siempre encerrados.
Hay un pájaro atrapado en un huevo indestructible. La única forma que el pájaro llegue a volar es que se vuelva minúsculo y decida hacer del interior de la cáscara su cielo simulado. La relación de intensidad de ese ser con su propio mundo, el mundo que él es, su relación concénrica, espiral, con su mundo único, se llama poesía.
La ex-istencia se refiere al emerger. La in-sistencia, al ensimismamiento.
La poesía se refiere a nuestra in-sistencia. La poesía se refiere al saberse adentro. Por ende, la poesía pertenece más a la esencia del hombre, porque se refiere a la relación intensiva que mantiene consigo mismo, con su propio abismo. La poesía sabe que le está vedada la salida. Ya lo decía Antonio Machado:

Con el tú de mi canción
no te aludo, compañero:
ese tú soy yo.

Pero si la función metafísica de la poesía es la in-sistencia, la de la narración es harto más turbia. La ficción tiene que ver con la fantasía de abandonar el huevo inquebrantable, la ficción es la pseudo-ruptura del cascarón. ¿Quién inventó el mito de que hemos logrado salir del útero? Lo invento un narrador, el narrador primordial, el primer hilo.
Lo que la narración sostiene es la existencia de una zona intermedia entre individuos, una frontera que puede cruzarse por éstos, una zona de nadie, wasteland, buffer zone o páramo, que la narración llena de historias.
Un relato es un cordón umbilical entre dos barrancos. Un cordón umbilical imposible.
Trataremos por siempre de volver a reunirnos. Pero la reunión es imposible. Para sentir que hemos salido de nosotros, para sentir que existe un mundo común, inventamos historias, en que unos tenemos que ver con otros, en que hay encuentros, coincidencias, en que hay exteriores comunes. Toda narración es una ridícula armonía prestablecida.
La literatura tiene una función melancólica. Estamos tratando de no perder el pasado. Ese intento se llama historia.
En el presente, que es puro desprendimiento, estamos solos. Es en la imaginación donde construimos la ficción de un mundo compartido. Sólo en la memoria no somos perros solitarios. Los que escribimos, creamos compañías, creamos amos. Escribimos ligas.
El narrador está tratando de religarse con el mundo. Su religación la busca a través de la creación de redes de acontecimientos relacionados, a través de tribus de personajes, de mundos que capturan a muchos, mundos que aseguran que existen otros. Por eso es siniestra la literatura, porque la narración es lo que mantiene la ilusión del mundo.



II


La ficción es que nuestras historias nos involucran a más de uno; la realidad, que habitamos únicamente la soledad. Vivir en una frontera, la frontera de México y Estados Unidos, me ha dotado de la ilusión de que podemos llegar al otro lado. La ilusión dotada por la frontera es la ilusión de que el cruce es posible. Pero el cruce es sólo un mito. El mundo no puede ser simbólico. El mundo solamente puede ser diábolico. Que lo uno y lo otro se junten no es asequible. El acceso siempre está amurallado. No hay entrada o salida que exista.
La función metafísica de la narración es su función fronteriza. Contando historias creamos la ilusión de que unos tenemos que ver con otros. La frontera es siempre ficticia.
Lo que entra en la narración, ya no tiene vuelta atrás, es una frontera que solamente puede ser cruzada una única vez, pero no una frontera de adentro hacia fuera, sino excluisvamente un camino hacia el desbarrancadero interno, porque apenas entra algo a la ficción, ya no puede retornar de ella, ha cruzado el horizonte de los sucesos en que más allá de éste, todo suceso se desvanece, se ha vuelto fantasía. Y cuando algo se ha vuelto fantasía ya no puede volver a recuperar su verdadera ontología.
Si cruzas la frontera de la ficción, nunca regresarás a la realidad.



III


La ficción es una zona de cruce, una especie de pasadizo que te conduce a una realidad imaginaria, en donde los seres tiene vínculos drásticos o pasiones resistentes, lazos más estrechos o ímpetus magnéticos. Y el mundo supuestamente real no es más que el lugar al que llegamos a través de cierto pasadizo, hace ya varios miles de años. Este mundo no es más que una plaza pública, por así decirlo, un campo abierto donde nos hemos reunido, habiendo salido de nuestras madrigueras, un zócalo que, por cierto, está a punto de ser atacado por los militares.
Estoy seguro, por ejemplo, que los mayas se fueron de la península a través de un pasadizo abierto por una ficción. Asimismo sucede con los migrantes hacia Estados Unidos. Todos nos vamos por pasadizos ficticios. Estos pasadizos son el recorrido por el cordón umbilical, son la caminata larga por ese canal.
Los llamados escribientes abrimos tales pasadizos. Nosotros, sin embargo, no somos los que avanzamos, sino que somos los guardianes de estas apretadas puertas. Somos los agentes fronterizos, vigilantes de garita.
Esta profesión, a ciencia cierta, nos va atrofiando. Nos vuelve incapaces de actuar debidamente en el mundo detrás, del cual somos vigías paranoicos. No podemos llegar a los mundos abiertos. Siendo los que abrimos el boquete, somos impedidos de la fuga.
Todos han creído que Kafka era el hombre que aguardaba que la puerta de la Ley le fuese abierta. Pero no ha sido este su verdadero puesto. Kafka era el guardia. He ahí su verdadera desgracia.
Los narradores construimos mundos. Para que esos cosmos se sostengan, imponemos leyes. Somos esencialmente legisladores. Demiurgos autoritarios. Instauramos órdenes u hordas. Determinamos personajes, pues el ser desea ser libre y somos nosotros los que volvemos a esclavizarlo al nombre, a la función, al lazo. La vida, por lo menos, mata a sus personajes. La escritura, en cambio, los conserva en frascos.
Cada historia obliga a una cantidad tragicómica a iterarse. Este número de seres, objetos, diálogos, ideas, paisajes, repiten un mismo acto cada vez que alguien procura esa historia, como si se tratase de un aldea que repite una idéntica historia cada vez que llega un forastero. Cada narración es un loop.
Una serie de escenas que se repiten cada vez que el lector, el oyente, lo solicita.
Pobres mundos los de las ficciones: son prisiones. Son mundos ciclados. Algún día, sin embargo, las cosas, palabras o sujetos de estos mundos encerrados se librarán de sus leyes de reincidencia, se liberarán de sus tramas y legislaciones impuestas por los narradores y, ya desatados, desearán cruzar la frontera.
Desearán ir de su territorio a otro. ¿Podrán hacerlo?
No lo creo.
Por todas partes, habrá muros.
Es este tipo de información la que guía mi escritura. Saber que vienen los muros. Saber que vienen los militares. Yo también esclavizo seres. Los encierro en relatos.
Pero procuro, quizá por crueldad o quizá por hipocresía, introducir en esos mundos motivos que los conduzcan a motines o rebeliones. Como guardia fronterizo, como mal migra, permito la entrada ilegal de drogas violentas, mujeres enloquecedoras, ideas infelices, insoportable injusticia, pasados enfurecedores, constructores de narcotúneles.
Adorno tenía mucha razón cuando decía que lo sospechoso no es retratar la realidad en forma de averno. Lo sospechoso es la constante invitación a escapar del infierno.



IV


A veces me pregunto qué pasaría si dejásemos de contar historias.
Creo que lo que pasaría es que, al principio no nos íbamos a dar cuenta, pero algo comenzaría a suceder, algo extraño. Y a los minutos, nos miraríamos unos a otros, como preguntándonos qué hacemos juntos, como aquellos que llevan muchos años en un bunker y súbitamente alguien abre la puerta y les pregunta qué hacen todos ellos, amontonados, ahí adentro. Y ninguno contesta. Solamente comienzan a salir, cabizbajos, por la portezuela. Y con esa dispersión, volveríamos cada quien a su soledad primigenia, cada quien a su propio núcleo. Y conforme avanzase ese ensimismamiento, conforme cesasen las relaciones, ante nuestros ojos desaparecerían, uno a uno, todos los objetos del mundo, que sólo existen porque tenemos historias en que inventamos una relación con cada ente, para así tener amplia familia verista, pero apenas se despeje esta ilusión, nada de lo que vemos permanecería ileso, todo se iría yendo, persona por persona, cosa por cosa, gracias a que la memoria, gracias a que la narración, ha cedido en su esfuerzo de mantenerlo todo junto.
Y al final, sólo quedaríamos nosotros ante un paisaje vacío, en que no existe siquiera tiempo. Al desvanecerse todo lo otro, comenzaría un viaje interno, el viaje poético. Pero también ese viaje, ese ensimismamiento, terminaría pronto y con su despedida, todo desaparecería, es decir, desaparecería el yo y su voluntad de cohesión.
Para alcanzar el nirvana, pues, necesitaría terminar la narración, necesitaría terminar la poesía. Pero no terminarán. No somos tan fuertes.

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